Finalmente resultó elegido como contralor general de la República Carlos Hernán Rodríguez, en medio de una andanada de críticas entre las bancadas o coaliciones de partidos, salientes y entrantes, que se recriminaron y acusaron mutuamente de pretender imponer a un candidato afín al Gobierno de turno.
Para lo cual se modificaron las reglas de la convocatoria en varias oportunidades, la última de ellas liderada por el senador Roy Barreras, para asignarle un peso del 70% a la calificación obtenida en la prueba escrita, a pesar de su evidente precariedad (ninguna de las preguntas evaluó la competencia de los candidatos en Control Macro, el más importante a cargo de todas las contralorías en los países desarrollados), y de ser proclive a ser manipulada.
El mismo día y en la misma sesión del Congreso, el senador Barreras anunció que esa sería la última elección de un contralor por parte del Congreso, manifestando a renglón seguido que había radicado un proyecto de Acto Legislativo cuyo objeto es “eliminar” la Contraloría, para crear una Corte o Tribunal de Cuentas, lo que supondría –según dijo– un importante avance en la lucha contra la corrupción.
Para nosotros en cambio, como profesionales del control fiscal, un mal día para el control fiscal, y consecuentemente para el país, que paradójicamente coincidió, con la celebración del Día Nacional de la Lucha Contra la Corrupción.
Veamos por qué. En primer lugar, y en cuanto a la elección del contralor, porque consideramos que a ese cargo deben llegar y postularse personas absolutamente idóneas técnicamente en control fiscal.
Por eso, durante el trámite y discusión de la última reforma al control fiscal que se recogió en el Acto Legislativo 04 de 2019, liderado por el contralor Felipe Córdoba, y acompañado notoriamente por el senador Roy Barreras, señalamos como uno de los principales problemas del control fiscal el de las calidades que para ocupar tan importante cargo se previeron desde la misma Constitución: ser colombiano de nacimiento, y mayor de 35 años de edad, lo cual no parece tan difícil de cumplir. Y “tener título universitario” o haber sido docente universitario durante cinco años. Lo que tampoco.
Para nosotros resulta increíble que un país subdesarrollado y con los niveles de corrupción que ostenta este, virtualmente no le exija nada a quien pretenda llegar a semejante cargo. Por eso, evaluando las experiencias de países en los que sí funcionan las instituciones, o sea, desarrollados, propusimos que se exija una experiencia mínima de diez años específica en control fiscal o auditoria financiera para postularse al cargo (en la mayoría de países de la OCDE se exigen experiencias de no menos de 15 años).
Y algo más: que las exigencias se extendieran a los contralores delegados, que son quienes finalmente toman las decisiones misionales, por lo cual propusimos que una experiencia mínima de seis o siete años. Nos parecía –y aún lo creemos– que ese sí sería un filtro efectivo, pues sabemos que los políticos no tienen vocación de permanencia en los cargos. Siempre están saltando de uno a otro.
Igualmente propusimos que para garantizar la independencia y objetividad del contralor, se le prohibiera designar a familiares de magistrados, de congresistas y miembros de corporaciones de elección popular, del fiscal y del procurador general. Y, eliminar la absurda discriminación que en cambio teníamos los funcionarios de la Contraloría para postularnos a ese alto cargo, que debería ser ocupado en cambio, después de toda una vida al servicio de la función y de logros probados en la misma.
Lamentablemente esas propuestas fueron severamente criticadas, y de ellas únicamente se aceptó la última, paradójicamente la que les permitió a varios directivos de la Contraloría, ninguno de ellos de carrera, postularse como funcionarios y quedar entre los seleccionados.
Así que hoy, casi cualquier persona puede postularse al cargo de contralor, pues lo único que se aprobó en el referido Acto Legislativo fue la “exigencia” de cinco años de experiencia profesional. En cualquier cosa. Lo grave es que a estas “exiguas” exigencias, en la llamada “convocatoria” se les sumaron otras, para puntuar, que finalmente se pueden cumplir muy fácil o formalmente: p.ej., publicación de obras en control fiscal, que varios de los finalistas cumplieron a última hora y con la misma editorial: ILAE[1].
Así que no. Ser contralor general de la República, para liderar una institución clave en la lucha contra la corrupción, y en el Desarrollo del país, no debe depender de que se apruebe un examen escrito con preguntas mal formuladas por parte de una institución educativa sin experiencia en el tema, sino de toda una trayectoria relevante en control fiscal. Como en los países desarrollados.
Por eso, finalmente, y en conclusión, nos pareció muy mala la fórmula de la comisión accidental, liderada por el senador Barreras, nuevo gurú del control fiscal, de cambiar las reglas del juego, para asignarle a dicha prueba un peso del 70% en el total del puntaje (una prueba que generó toda clase de suspicacias, pues fue aprobada mayoritariamente por funcionarios de la administración de Felipe Córdoba, o cercanos al Gobierno Duque-uribista), en vez de la experiencia específica en Control Fiscal. Ese es el verdadero y único filtro contra la clientelización y falta de objetividad de los órganos de control. De todos. Hacia el que hay que avanzar, en vez retroceder.
En segundo lugar, en cuanto a la propuesta del senador Barreras de eliminar la Contraloría General, para dar paso a una Corte o Tribunal de Cuentas (y sus consecuentes tribunalitos regionales), consideramos que implicaría un retorno al pasado:
Ya hace un siglo, en 1923, que se cambió el modelo de Corte de Cuentas, denominado Naopleónico, centrado en la revisión formal de la legalidad de la gestión, por el de Contraloría, de corte anglosajón, sugerido por la Misión Kemmerer al encontrar que “La labor de la Corte de Cuentas, en cuanto al examen de aquellas, es de poca utilidad, debido a que el examen se demora extraordinariamente”.
“Una gran parte del mérito de un examen —consideraba la misión— consiste en la pronta revisión del trabajo de los empleados del Gobierno, a fin de que puedan corregirse inmediatamente cualesquiera prácticas que no sean satisfactorias” [2]. Con seguridad, eso no se lograría con una nueva corte y con procesos jurisdccionales.
Cabe señalar que este mismo objetivo fue propuesto por el senador Rodrigo Lara en 2016, al que en su momento nos opusimos señalando que los problemas de eficacia del control fiscal en Colombia, derivan de la absoluta inexistencia del control fiscal interno, gubernamental o de primer nivel, y de su falta de articulación con el Externo o de Segundo Nivel, que es el que está llamado a ejercer la Contraloría.
En efecto, señalamos que en 1991 se tomó la decisión acertada de eliminar la función de control previo en cabeza de la Contraloría (por las rigideces administrativas y la proclividad a prácticas corruptas que se generaban, amén de afectar su imparcialidad al verificar la gestión y resultados), pero que ese control no le fue inmediatamente asignado a las oficinas de control interno, ni su coordinación a una alta dependencia del Gobierno, como en los países desarrollados.
Y es que es ese nivel del control, el que verdaderamente tiene la posibilidad de atajar la corrupción en su fuente. Antes de que se produzca el desfalco. Porque es el que está llamado a hacer control previo de legalidad, presupuestario, interventoría (en Colombia, los mismos jefes de entidad que contratan, designan o contratan a sus interventores), y finaliza con el registro contable del gasto y la rendición de cuentas, que es lo que no está previsto en Colombia y por eso es la verdadera fuente de sus niveles de corrupción (Sandoval, 2017).
Por eso propusimos que estas funciones se asignen expresamente a las oficinas de control interno, cuyos jefes debes ser provistos mediante rigurosos concursos (por vía de ejemplo, en España estos puede tomarse de tres a cuatro años), a los que se les atribuiría responsabilidad solidaria con los ordenadores del gasto en caso de gestiones abiertamente ilegales, que serían coordinados por una agencia adscrita al Ministerio de Hacienda, que puede ser la contaduría, que además centralizaría las contabilidades patrimonial y de ejecución presupuestal, que hoy están absurdamente separadas (Contaduría, MinHacienda y Contraloría). Sugerimos incluso que podría denominarse Interventoría General de la Nación, en forma similar a la IGAE española.
En cuanto a la atribución de responsabilidad fiscal consideramos que lo que se debe hacer es desjudicializar el proceso de atribución, pues la Contraloría no es un ente judicial, simplificándolo al máximo: traslado del pliego de cargos o imputación, respuesta, período de pruebas, alegatos, y decisión, que puede ser impugnada ante la jurisdicción de lo contencioso administrativo, como sucede actualmente.
O, mejor aún, atribuirle a la Contraloría exclusivamente funciones de policía judicial, para que aporte y soporte técnicamente las acusaciones ante los jueces penales o ante la Procuraduría (si es que no se elimina, como debe serlo, por tratarse de un control de naturaleza “interna”, pero externalizado a un costo fiscal y de legitimidad enorme).
En otras palabras, pasar final e integralmente a un modelo de Contraloría de corte anglosajón, en el que este órgano no tenga una función jurisdiccional del todo ajena a su rol en la gobernanza moderna, de servir como un instrumento de alta gerencia del Estado, que contribuya positivamente a su desarrollo, como soporte de la función de control político y legislativa en cabeza del Congreso, al que debe informar períodicamente sobre el grado de certeza de las cuentas públicas (Auditoría del Balance General de la Nación, Estado de la Ejecución Presupuestal, y Monto de la Deuda Pública, en la Cuenta General del Presupuesto y del Tesoro), y con base en estas, presentar el Informe sobre la Situación de las Finanzas del Estado (o resultado de las políticas públicas, del Gobierno y del Banco de la República) y sobre el Estado de Avance del Plan del Desarrollo[3].
De esta manera, si el control interno funciona, encausado –como debe serlo– en el control previo de legalidad y presupuestario de los contratos y en general de la gestión del gasto, en la interventoría contractual independiente de las administraciones públicas, en el registro contable y presupuestal del gasto, y en la rendición del informe de cuentas, de la gestión y de los resultados, por parte de las oficinas de control interno; la Contraloría (cuya jurisdicción debe ser nacional, o desconcentrada, como en la mayoría de países desarrollados, con lo cual no se requeriría de la Auditoría) finalmente se dedicaría a realizar un buen control de segundo nivel, centrado en la gestión y resultados, a través de las auditorías.
En últimas, esta es la única forma de evidenciar si una política pública falló (o acertó) en su diseño, o en su ejecución, para que así sus artífices adopten los correctivos que estimen o se les impongan, en procura de una gobernanza para el Desarrollo y la paz.
[1] Un mismo instituto avaló las publicaciones de seis finalistas a la Contraloría, Jerson Ortiz, La Silla vacía, agosto 2 de 2022.
[2] Pérez, Francisco de Paula, Derecho Constitucional Colombiano, Tomo II, Tercera Edición, Bogotá, 1952.
[3] Sandoval Navas, Luis Alberto, La institucionalidad del Gasto Público en Colombia: propuestas de reforma contra la corrupción, Ed. Instituto Colombiano de Derecho Tributario, Bogotá, 2017.
*Abogado Universidad Nacional, Doctor en Derecho Cum Laude U. De Salamanca, Autor del Libro La institucionalidad del gasto público en Colombia: Propuestas de reforma contra la corrupción; asesor de carrera de la Contraloría General, presidente del Colegio Nacional de Auditores de la Contraloría General de la República CONAUDITORES