Salgo a caminar por la ciclovía, o mejor por donde se diluye el fantasma del tren deslizándose hacia la ciudad. Pronto me llega al aroma de la marihuana. Mujeres y hombres que parece que viven bajo el yugo de la autoridad y la obediencia y necesitarán perros para ejercer sobre ellos el sometimiento. Las bolsas de basuras, rotas por los mendigos y los perros, dejan ver plásticos, restos de comida, cáscaras de huevo, desperdicios.
Para transitar por la ciudad hay que acogerse al temor, pues al andar en bicicleta se corre el riesgo de ser arrollado por una moto o automóvil. Las cebras son peligrosas porque parece que no existieran, dado que, no se respetan. Lo mismo ocurre con los lugares donde se encuentran los semáforos, pues las señales de tránsito se pasan por la faja. En la vía pública lo común es la intolerancia, la vulgaridad y la violencia. No es extraña la bullosa sirena de una ambulancia, que pasa veloz como queriendo producir un accidente. Caen en el abandono los elefantes blancos, obras inconclusas. El celular puede ser producto del raponazo y el dinero peligra ante el brillo del puñal de asalto. Caminar por los andenes es cuestión de cuidado dado que no hay o se han robado las tapas de los medidores, o bien se encuentran obstruidas porque se vuelven parqueaderos y, peor aún se convierten en lugar de tránsito de las motos.
El temor se transforma en una especie de brújula que da orientación, que da el norte, pues señala por donde no se debe ir, que calle es peligrosa, pues postes, redes, transformadores que se encuentran en lo alto generan riesgo para el transeúnte. Calles que se esquivan ya que se han bautizado como parqueadero de autos, camiones y vehículos. Los informales invaden los andenes y las vías, es decir que, la necesidad se viste de invasión. El desfile de los mendigos es una procesión que no es de la semana de pasión, sino del hambre. Y vale mirar también las paredes de las casas, de edificios, convertidas en lugar de lucha entre los grafiteros y borradores.
El miedo transfigura la calzada para transitar. En lugar de ser un sitio amable, tiende a ser algo peligroso. Así, hay que eludir calles, parques, lugares que no ofrecen otra expectativa que lo incierto. La inseguridad invade la ciudad como se puede palpar en los conjuntos cerrados, en el aumento de las rejas en un punto y otro de la ciudad. A lo que hay que añadir como los jardines en el frontis de las casas se destruyen para dar paso a las lápidas de baldosín y de cemento, frente a la calle tachonada de huecos que con la llegada de la lluvia traza espejos de agua que chispea al paso de los autos raudos, sin ninguna piedad por el transeúnte. La calle que ha sido lugar de poesía, de soles esplendidos tiende a irse por el camino de la amargura, de lo precario.