Descubrir algo no es saber todo ni mucho…
Opinión

Descubrir algo no es saber todo ni mucho…

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diciembre 12, 2014
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… es simplemente saber algo más. Popper el gran filósofo de la ciencia insistió siempre en el mar de incertidumbre sobre el que se construye el pensamiento científico moderno (el principio de indeterminación de Heisenberg, la mecánica cuántica, etc.). Pensar que uno posee verdades absolutas e inmutables (Popper ponía como ejemplo la astrología, el marxismo y otras doctrinas) nos saca fuera del pensamiento científico. Aunque uno se crea el dueño de la verdad.

A nadie se le puede quitar el derecho a estar equivocado pero no podemos olvidar que la fe ciega en el conocimiento es corruptora. Esto es un repetido escándalo en nuestra sociedad idólatra de las ciencias y la tecnología. Heredamos de Francis Bacon, Lord Canciller de Inglaterra y pequeño genio malvado de la ciencia moderna que nos hizo creer que llegaríamos indefectiblemente a la verdad con sus tablas (tabulae) esta utopía: scientia potestas est, know ledge is power o el conocimiento es poder.  Aunque otro inglés, más sabio, nos enseñó tres siglos después “El poder siempre corrompe, el poder absoluto corrompe absolutamente” (Lord Acton) caímos en la adoración sin límite del conocimiento científico, peligroso cuando conlleva gran poder social, tecnológico o económico.  Cientos de errores de percepción, de juicio moral, de apreciación histórica o política de muchos científicos demuestran el gran peligro de creer que uno se las sabe todas porque sabe mucho de algo.

Pero el problema no siempre radica en la vanidad y egolatría de los investigadores, descubridores e inventores. La sociedad y los medios parecen necesitar esos infalibles hombres de ciencia porque alguien debe tener confiable respuesta a nuestros interrogantes.  Como se decía en la Madre Patria, de la cual heredamos serios vicios de pensamiento además del lenguaje: Doctores tiene la Santa Madre Iglesia que sabrán contestarnos.  Olvidamos que hay preguntas sin respuesta y problemas sin solución.  El otro día escuché una sabrosa anécdota histórica en un documental de Nat Geo que ilustra lo antes dicho.

A finales del siglo XIX los franceses intentaban construir un canal en el Istmo de Panamá. Una de las razones para escoger esa ruta era la poco frecuencia de temblores de tierra en esa zona. Un día ocurrió lo inesperado, un fuerte terremoto destruyó varios edificios y parcialmente la catedral de Panamá.  Como la empresa de los Lesseps se nutría de los ahorros de pequeños inversionistas franceses (que años después lo perderían todo) se buscó un testimonio “científico” para tranquilizarlos. Se recurrió a la opinión de Louis Pasteur el famoso microbiólogo para dar fe que no volverían a experimentarse terremotos en el Istmo. ¿Qué podía saber el buen Pasteur sobre sismología? Creo que más bien poco pero todo el mundo quedó tranquilo tras el testimonio del grand savant. El incauto público, los medios y los inversionistas pensaban que descubrir algo tan importante como microbios y vacunas era garantía de infalibilidad.

Observemos también que los vasos comunicantes entre ciencia y comercio son una realidad en nuestras sociedades abiertas y liberales. Aunque sea peor la interrelación entre ciencia y política en sociedades cerradas y hegemónicas (Hitler, Stalin, etc.) de todas formas no deja de preocupar el hecho que hombres de ciencia vendan, de una u otra forma, su conocimiento al mejor postor.  Nada parece tener valor sino solo precio.

Y que entren al mercado de subastas medallas y diplomas de reconocimiento al mérito científico parece ser una caricatura de la conducta anómica de algunos investigadores y descubridores. Uno de los premiados hombres de ciencia que resolvieronel problema de la estructura molecular del ADN, James Watson, acaba de poner a la venta la medalla que se le entregó al concederle el Nobel de Medicina de 1962.  La medalla y el dinero que consiga Watson es lo de menos pero llama la atención las razones que da para la transacción: su mísero ingreso como académico retirado, las escasas peticiones para conferencias pagadas y su deseo de adquirir una pintura de David Hockney (The Guardian, 1 de diciembre, 2014).

El porqué pocas instituciones solicitan la presencia de Watson en graduaciones y celebraciones no es su tarifa sino sus opiniones racistas y su historia de prejuicio machista contra mujeres científicas. Menospreció, subrayando su falta de maquillaje y gracia física, el fundamental trabajo de Rosalind Franklin sobre la estructura del ADN.  En 2007 afirmó públicamente que los afrodescendientes eran menos inteligentes que los blancos. Su explicación fue que no se consideraba “lo que se llama comúnmente racista”. Ese argumento se parece al de un conocido mío que decía: “yo no soy racista pero…”

Toda esta historia poco elegante ejemplifica la pobre sensibilidad moral (de normas y costumbres) y ética (de principios) en la conducta de algunos afamados investigadores. Haber descubierto algún fragmento de verdad científica no lo hace a uno necesariamente sabio ni buena persona.

 

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