No cabe duda de que nuestra cultura heredada es muestra fehaciente de que vivimos en un país de risibles y escabrosas paradojas, un terruño en el que los que deberían velar por el ejercicio perenne de la legalidad toman parte de acciones ilegales, en donde los líderes que son elegidos para el bienestar popular han devenido los verdugos de su propio electorado, donde el “pobre” idolatra a aquellos que hacen más abismal su condición intelectual y económica, donde las fuerzas que tienen su razón de ser en la protección de los ciudadanos terminan por arrebatar la tranquilidad y hasta la vida de los mismos.
En medio de las interminables contradicciones, hoy, el sentir patrio, nos incita a celebrar nuestra proclamación de independencia cuando llevamos años a rastras siendo presos de poderes que nos marginan, nos arrebatan derechos y nos tienen sumidos en una miseria que va desde lo físico hasta lo mental, más aún cuando –efectivamente– deberíamos estar preguntándonos por el sentido profundo de esa palabra “INDEPENDENCIA”, sobre sus implicaciones, ataduras y la larga sucesión de acciones que podrían realizarla en una nación hiperbólicamente envuelta en cadenas de la más diversa índole.
Es simpático ver la prensa nacional replicando las imágenes de la parada militar, cual si la tradición de lo que representan en la actualidad fuese la responsable de la gesta que hoy se conmemora, entendiendo –más bien– que obedeció a la rebeldía y coraje de unas fuerzas irregulares hace más de doscientos años y no de las filas opresoras del ejército de un Estado mezquino.
No pretendo hacer apología a ningún grupo armado irregular contemporáneo (¡mi sentido de lo correcto me lo impediría!) o a las infaustas migajas que quedan de ellos, pues la historia solo nos llevará a la aceptación de que nada en su actuar resulta loable ni plausible, más que la escasa voluntad de algunos de sus miembros de dejar las armas y reintegrarse a la vida civil, a través de la práctica auténtica de la verdad y la reparación de las incontables víctimas que ha dejado el conflicto armado colombiano.
Pero sí resulta morboso –incluso– que los protagonistas de esta fiesta patria sean los integrantes de una institución ambivalente y pútrida que cuenta entre sus filas con elementos conscientes de su servicio a la nación y, por otra parte, una gruesa cantidad de individuos que también ha dejado una estela de sangre y dolor en las familias colombianas. Basta solo con seguir con atención las cruentas revelaciones que van arrojando las declaraciones en la JEP en los últimos días.
Ojalá estemos cerca del momento en que nuestras fuerzas militares sean un sinónimo de confianza y seguridad para los colombianos y no los artífices de algunos de nuestros horrores, para así verlos desfilar sintiendo orgullo y no desatando una estrepitosa risa sarcástica mezclada con un profundo dolor de patria. Otra paradoja más.
Cabe –finalmente– resaltar que hay dos cosas que celebrar en este día. La primera es el adiós del general Zapateiro, oscuro e infame personaje; la segunda, la instalación del “nuevo” Congreso (que cuenta con parlamentarios reelegidos y avinagrados, ya lo cual explica las comillas), pues representa el presunto comienzo de un aparente cambio, bajo la esperanza de que sea benévolo para los colombianos, de modo que se cumpla la máxima de Francisco de Paula Santander, aquella reposa en la entrada del Palacio de Justicia, siendo que todo lo que se tramite en el Senado y la Cámara de Representantes contribuya desde ya a la confirmación real de nuestra independencia, a la realización de la libertad y a la consecución del anhelado bienestar nacional.