El futuro es, en esencia, un ejercicio de la imaginación. A pesar de los múltiples intentos por descifrarlo (tan viejos y fallidos como el ser humano) el porvenir siempre y sin excepción será un interrogante para todos nosotros. Lamentablemente, la única forma cierta de conocer el futuro es cuando se vacía en el presente. Decía Gabriel García Márquez, que las historias se deben contar de atrás para adelante; sin querer, o queriéndolo, nuestro asombroso Gabo nos explicó la naturaleza misma de la vida. Sin embargo, día tras día, nos empeñamos en predecir y suponer lo que pasará, convirtiendo a la conjetura y la adivinación en actividades paliativas ante la innegable realidad de no saber. De no poder saber. Supongo que por esta carencia, y como mecanismo de defensa, abundan relatos apocalípticos que apuestan por el peor escenario posible. Un negocio seguro y barato en el que se gana perdiendo casi todas las veces: lo fatal es tan solo un extremo de la realidad y, como tal, rara vez acaece. El meteorito -casi siempre- desvía su curso y no choca contra la tierra.
En días recientes y desde la elección de Gustavo Petro como presidente, he visto una reacción particular y extrema entre algunos conocidos y desconocidos: el abandono del pesimismo que se debe tener ante cualquier gobierno y su reemplazo por un irreflexivo convencimiento de que todo está perdido. Una constante proclamación de un final próximo e inevitable que, aseguran sin parpadear, es nuestro destino irreversible. Ideas agujeradas de la debacle venezolana o el régimen cubano y de la inminencia de su llegada al país por el ascenso del fantasma socialista. Planes de escape y huida del país sin consideración a posibilidades tangibles; ensoñaciones de querer irse sin poder hacerlo; el afuera como una posibilidad estremecedora. Lo más peligroso es constatar lo pesadas y contagiosas que pueden ser estar ideas. En lo personal, hicieron anidar en mis mañanas temores que luego de observarlos -y tomarme el tiempo necesario- descarté por exageradas, improbables o invencibles. Dirán ellos que en cuanto a meteoritos es mejor preguntarle a los dinosaurios.
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Desde la elección de Gustavo Petro he visto una reacción particular y extrema: el abandono del pesimismo que se debe tener ante cualquier gobierno y su reemplazo por un irreflexivo convencimiento de que todo está perdido
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De antemano deberíamos conocer la grave consecuencia de llevar al extremo el pesimismo: la pérdida del sentido (o más bien de la convicción sobre ese sentido) del quehacer. ¿Si todo está perdido que propósito tiene continuar? Una especie de parálisis invisible que, entre otras cosas y gracias al ejercicio desmesurado de la imaginación, nos lleva a tomar malas decisiones. Y lo que es aún peor, nos hace concebir un universo paralelo y permanente en el que todo parece brumoso e inalcanzable: nos convertimos en pesadas compañías y desbaratados consejeros. Renunciar de forma absoluta a la esperanza es igual de ingenuo que valerse solo de ella. Y más allá de los efectos personales, es muy sencillo confirmar el desastre colectivo que causa el pánico que produce el pesimismo. Economías enteras se han visto amenazadas y por chismes o exageraciones que crecieron como maleza sin que pudiera hacerse algo al respecto. Eso que llaman la profecía autocumplida también deshace países por completo. Los meteoritos hilvanados de rumores también dejan cráteres.
Por supuesto que el gobierno de Petro puede ser un desastre o puede no serlo. Esas posibilidades las tienen todos los gobiernos del mundo sin excepción. Sin embargo, dejarse llevar por la desinformación y precipitar las conclusiones es equivocado y peligroso. No se trata de negar realidades pero tampoco de deformarlas hasta el absurdo. Considero que la situación es delicada pero me niego a aceptar que este sea el final: aún queda mucho por definirse y encausarse. No podemos olvidar que una nación se eleva o se hunde sobre la base de la confianza de sus gentes en lo que se aproxima; el espectro imaginario de lo que se cree posible o probable. Dos posibilidades: lo tenebroso del ayer o la sospecha del mañana. Prefiero imaginar que pase lo que pase seguiremos aquí. No tendremos un meteorito que nos salve.