La lujuria tiene el rostro de la muerte (Cuento)

La lujuria tiene el rostro de la muerte (Cuento)

Relato para leerse después del casorio. A los nuevos contrayentes: si se topan con el rostro de la lujuria, verán que es el mismo de la parca...

Por: Luis Carlos Muñoz Sarmiento
julio 14, 2022
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La lujuria tiene el rostro de la muerte (Cuento)

...Y para que esta no llegue antes del tiempo deseado, se recomienda no seguir al pie de la letra esta historia: o no seguirla. Pero, también cabe considerar lo contrario: pese a que nadie aprende de la experiencia ajena, a veces es bueno hacerlo. A veces vale oírla y practicarla, no con los ojos cerrados, sino bien abiertos.

Relato para leerse después del casorio. A los nuevos contrayentes: si se topan con el rostro de la lujuria, verán que es el mismo de la parca. Y para que esta no llegue antes del tiempo deseado, se recomienda no seguir al pie de la letra esta historia: o no seguirla. Pero también cabe considerar lo contrario: pese a que nadie aprende de la experiencia ajena, a veces es bueno hacerlo. A veces vale oírla y practicarla, no con los ojos cerrados, sino bien abiertos.

Tres años han pasado…

En el cuarto principal de la casa de Lucía, ésta y dos costureras con alegría dan los últimos toques al vestido de novia de Catty, vestido cuya cola es más larga que la de un piano y ocupa la mesa del comedor. Lucía y sus ayudantes se esfuerzan como enanos en la armadura de Gulliver. Una de ellas hilvana, mientras las otras dos cosen cintas. Lucía con el dedo prueba cada rato el calor de la plancha. De vez en cuando rocía el sector a planchar. Aunque casi no suda, pequeñas gotas perlan su frente. Se pregunta: “¿Habría algo peor que quemar un vestido de novia?” La más pequeña mancha echaría a perder el trabajo y lo que eso significa. Sus ojos, brillantes, iluminan la estancia. Pese a sus pequeñas manos y a sus estrechas muñecas, maneja la plancha con firmeza. En todo caso, no es de las que dejan quemar un vestido.

De vez en cuando, miraba al patio por la ventana. La pequeña estructura de ladrillo o la cárcel, decía, estaba allí hacía tres años, pero aún no se acostumbraba. A veces, olvidaba lo que había ocurrido e imaginaba era la Fiesta del Sol y habían erigido un árbol afuera. En general, mantenía puesta la cortina, pero, aquel día, necesitaba la luz diurna. En esos tres años, Lucía envejeció. Pese a su natural piel de agua, bajo sus ojos se veían arrugas y su cara redonda adquirió el tono de una fruta madura. Mantenía ahora la cabeza bajo un pañuelo, pero su cabello era gris, no azabache. Solo los ojos aún eran juveniles y le brillaban cual enamorada. Por tres años soportó una gran tristeza. Hoy, era la misma. Aun así, bromeaba con sus ayudantes y charlaban sobre los novios. Las chicas cruzaban miradas cómplices, porque el taller ya no era la casa de antes. Ni por un instante era posible ignorar la casita sin puerta y con una pequeña ventana, en la que estaba Lucas el Urbermitaño, como ahora se le llamaba…

La revelación de este fenómeno había impactado a la población circundante, en su mayoría campesina y amante silvestre del chisme más que del rumor, este inofensivo, aquel dañino. Su hermana, tan creyente, había llamado a Lucas y le había prevenido contra lo que pensaba hacer, sin considerar, eso sí, que era tan terco que nada lo haría desistir en su empeño de irse de la ciudad al campo: de ahí, urbermitaño, ermitaño de la urbe o contra desplazado. Aunque lo normal, en este país de lo anormal, sería desplazar del campo a... Cierto que ya siglos atrás un célebre alemán se hizo anacoreta y otro, un lituano, tapiado entre ladrillos, pero los criollos no creían en estas cosas; es más, las repudiaban. El mundo, decían ellos, había sido creado para que los humanos eligieran entre el bien y el mal, aunque se inclinaran por este pues aquel les parecía anacrónico. Ignoraban, sí, que la vida se basa en la libertad, en la abstinencia del mal y no en su encuentro con él. También ignoraban que el hombre, despojado del mal, es ya un cadáver, un muerto más que aún camina. Pero, convencer a Lucas no era fácil. En los tres años apartado del mundo, suerte de inxilio o exilio interior, había aprendido mucho. Lo que, en este caso, no era un halago para él, que no había nacido para ocupar un solo rincón, ya que la patria no era solo la infancia sino el mundo visible. No obstante, entre lo mucho que había aprendido estaban la calma y la serenidad, aunque, eso sí, no fuera un genio de practicante. En todo caso, nadie le quitaba lo bailado así que, como lo sustentaba, la calma le venía a dosis iguales de Kafka y Spinoza, así como la sobriedad, voz clave, de Shakespeare vía Shylock, judío que, sin malicia ni arrogancia, reclama su libra de carne, ecuánime como nadie… aunque sea una libra del humano Antonio. La gracia, en todo caso, está en El Cisne más que en Shylock: El mercader de Venecia contiene uno de los más potentes discursos antirracistas hecho por artista alguno: “¿Judío yo? ¿No tiene ojos el judío? ¿No tiene manos? ¿Órganos? ¿Dimensiones? Cuando nos pinchan, ¿acaso no sangramos? Si somos como ustedes en todo lo demás, ¿por qué habríamos de ser distintos en la venganza?”. Esto lo saben muy bien los palestinos: ¡y la culpa no es de Shakespeare, ni mucho menos de aquellos!

Lucas había aprendido mucho en los últimos tres años. En especial, cosas que la gente cree no sirven: no gritar a los demás; no ofender a quien no se lo merece; no ofender a nadie; había leído mucho, escribía ensayos que divulgaba por Internet; iba con frecuencia al cementerio, lo que no hacía en los últimos tres años; a pesar de la distancia, estaba en permanente contacto con su otro hijo; había terminado de escribir siete libros dedicados a sus hijos; en fin, recordaba con frecuencia tres casos de seres que se habían puesto a sí mismos bajo control, por miedo a no ser capaces de resistir la tentación: uno que se arrancó los ojos para no volver a mirar a su querida madre; otro, que había jurado permanecer en silencio para no proferir calumnias; y uno más, que durante 25 años había fingido estar ciego para evitar mirar a la esposa del prójimo: por esto, la suya pensó que en realidad había quedado ciego.

Por último, Lucas había empezado a superar la culpa que Alejandra le había endilgado y que a todas luces le parecía un despropósito. Como prueba de ello escribió un cuento, dedicado a una hermana que acababa de ordenarse de monja:

 

La culpa de un monje…

Había una vez, hace muchos años, dos monjes que se impusieron todo tipo de privaciones y de mortificaciones: el primero, por haber tratado mal a la madre; el segundo, por haber golpeado al padre. Entre otras cosas, se obligaron a cruzar a pie todo el país, de cabo a rabo. Y se comprometieron también a un silencio total, a no pronunciar ni una sola palabra, ni siquiera en sueños, durante los años que durase ese camino… ni siquiera un sonido: tal vez pensando en qué bueno es estar triste y no decir nada. Pero, una vez, al cruzar un río, oyeron pedir auxilio a una mujer que se estaba ahogando. Sin decir nada, el más joven de los dos se arrojó al agua, se cargó a la mujer a la espalda, la sacó, la dejó en la arena sin decir una palabra y los dos ascetas continuaron su camino en total silencio. Al filo del tiempo de repente el joven que había maltratado a la madre le preguntó a su compañero: “Dime una cosa, ¿crees que pequé por haber cargado a aquella mujer a la espalda?” Y su compañero, que había vejado al padre, le contestó preguntando: “¿Es que aún la llevas a tus espaldas?”

Lucas, que era ateo o, más bien, agnóstico, pensaba que las normas y convenciones, eran barreras que la sociedad coloca para separar, en apariencia, al hombre del mal. O del pecado, según los c… Normas y límites aleves frente al libre albedrío, a la libertad como acción del deseo, al principio del placer al cual las autoridades oponen el de realidad. No en vano, era un anarquista libertario en el tiempo de los asesinos. Los testigos de las discusiones entre él y su hermana, y antes entre él y su mamá, aún hablaban de ellas: ásperas polémicas de las que solo quedó odio, lo que hacía recordar a Baudelaire: “Y así el Odio está condenado a la suerte lamentable de no poder dormirse jamás bajo la mesa”; y a Camus: “Y así supo que ninguna guerra es buena, porque vencer a un hombre es tan amargo como ser vencido por él”. Era difícil, en todo caso, creer que en tres años aquél libertario aprendiera tanto de lo que antes lo dejaba intocado o le pasaba desapercibido. Ahora podía discutir con quien fuera; escribir donde se le antojara, como si tuviera alas en las manos: ahora estaba más seguro de que las alas que le había puesto a su hija en los pies, ella en su sabiduría las había puesto con más tino en sus manos. En suma, había llegado a la mayoría de edad en la expresión feliz pero terrible de José E. Pacheco. Pese a las dudas propias y a las diatribas ajenas, permanecía firme en su decisión: no volvería del todo a la ciudad. Por fin su hermana se resignó y poco después se hizo monja; hecho por el que pese a todo guardaba hondo respeto. Porque también eso había aprendido en esos años: a tomar distancia frente a la diferencia, ser tolerante con el Otro, no meterse donde no lo… que los demás no estimaban hacia él. Lo que lo enfurecía igual que los pares o que al Che la injusticia; o a Varito/Chucky/Porky, la democracia.

En las universidades que Lucas había trabajado y a las cuales seguía vinculado, lo mismo que en los sitios donde iba a calmar la sed, se apostó por cuánto tiempo resistiría el destierro: olvidándose, al paso, que la vida del hombre es tan breve que parece una ilusión, así que por qué preocuparse, pensaba Lucas, no los que olvidaban el paso del tiempo. Algunos hacían conjeturas: no persistiría en su empeño más de cinco meses; otros, que ocho o diez. Y él se ponía rojo de ira no con los de la cifra impar sino con los de las pares, que nunca había resistido desde el día en que un editor de una revista en la que colaboraba le había notificado la salida de una nueva edición y quería enviarle unos números: le mandó cuatro. Y Lucas les decía a sus amigos: ‘Pero, ¿por qué no uno o tres, pero cuatro…?’ y lanzaba la diatriba del caso: ‘¡Cacorro!’ Pero, la verdad es que a quienes tenían que ver con universidades a las que estaba vinculado, o a los amigos que se reunían en tabernas u otros sitios, muy poco les importaba el hecho de que Lucas no volviera a la ciudad. “Mejor”, decían, cuando él no estaba. O, “lástima”, cuando lo tenían al frente. No es que fuesen hipócritas. Ni más faltaba.

Mientras tanto, Lucas permanecía impasible sentado en una silla y la casa de Lucía invadida por curiosos mientras tres obreros trabajaban en la celda de aquél. El hijo de la vecina se subía con frecuencia al árbol del lote aledaño hasta que un día se vino abajo con sus trebejos de fisgonear. Hasta ese momento nadie lo visitaba. Pero, con la ampliación y la demora de la doble calzada Bogotá-Girardot, empezaron a llegar curiosos de todas partes para conocer a ese hombre con pinta de extranjero (lo mismo creía él) que, aunque agnóstico, desde que guardó la razón como amuleto sin olvidarse del sentimiento, igual que Bergchem tenía dos religiones: la fraternidad y la libertad. Amaba a los humanos, tenía fe en ellos y vivía en pos de la libertad buscándola en lo más simple, en los principios, en la soledad casi trágica de una naturaleza elemental. También esta fue una pasión que como jugada del destino lo llevó a la celda, al sacrificio esta vez no como expresión de libertad: que para Tarkovski consiste en el sacrificio hecho a nombre del amor: aunque el caso de Lucas contenía no poco de esa intención que casi nadie valoraba. Salvo sus hijos, Lucía y uno que otro de entre sus amigos o… Y aquí recordaba lo que había fabulado cuando supo del paseo de la muerte dado a su madre: yendo en la ambulancia del ISS, Ana, al oír la sirena, dijo: “Nos pasamos todo el día haciendo planes y resulta que hay quien en la oscuridad se ríe de nosotros y de todos nuestros proyectos”, ya que somos juguetes de poderes extraños. Lo que no permite olvidar que así es la vida, que pese a todo la gente siempre hará planes porque si no cundiría la desesperación.

Entre los planes de Lucas quizás no figurara la desesperación. Había aprendido a controlarse, a tener la paciencia que ante todo debía a sus hijos, a serenarse, a tener calma, a entrar poco a poco en la ruta de la sobriedad. Lucía, por el contrario, había llorado, gritado y le había rogado a Lucas hasta la saciedad que renunciara al encierro, hasta que su voz se volvió tan grave como la de Robeson o la de Armstrong. Seguida por su hija y por su madre había puesto junto a la casa cientos de velas, como en un eterno siete de diciembre, a fin de invocar a los espíritus que harían desistir a Lucas de su tozudez. Porque, aunque lo tuviera más cerca que a la vuelta de la esquina, no dejaría de ser expósita: cosa que también sabían su hija y su madre. Pero, ni consejos advertencias lamentos sentencias insultos habían servido. Los muros de la casita crecían a ritmo continuo, aunque a intervalos irregulares, dado el incumplimiento de los obreros. Lucas había reservado para sí un espacio de 5X5. De no ser lampiño, podría decirse que se había dejado la barba, y se vistió con camiseta, sudadera y tenis. Al interior de la casita solo había sitio para una pequeña cama, una silla, una mesa, el pc, algunos libros y un pequeño retrete. Junto al aumento de las paredes iban los lamentos de las mujeres, a las que respondía: “Aún no estoy muerto, así que a calmarse… ¡o llamo a la policía!”, como le tocaba hacer cada vez que los ruidosos vecinos venían a pasar sus fines de semana, al cabo de los cuales había chicos violados y mujeres abandonadas ahora junto a chulos o atarbanes peores que sus maridos. Y Lucía, entre la cima de la desesperanza y la sima de la amargura, lanzaba su queja habitual: “Si fueras tú el único que pudiera estar muerto; además, desde donde estás la policía no te escucha”. Lucas, realista, añadía: “Ni desde ninguna otra parte.”

A la postre, la policía a caballo vino por otros motivos a su casita cuando ya la gente alcanzó las dimensiones de un reconocimiento masivo en los hornos de los paracos o de un desalojo de ahorradores de DMG. El teniente de turno, ordenó a los obreros trabajar sin descanso para poner fin a la excitación. Los albañiles tardaron nueve días en terminar su labor. La casita fue recubierta con techo de zinc, tejas de asbesto y una ventana cuyo postigo podía cerrarse desde adentro. Nada sirvió para desterrar a los curiosos, excepto la Natura: todos huyeron al llegar las lluvias. El postigo permanecía cerrado casi todo el día. Lucía hizo reparar la valla en torno a la casa para mantener alejados a los extraños. Más tarde que pronto se evidenció que quienes habían apostado por su duración en cautiverio, habían perdido. Pasaron casi tres años y Lucas, el Urbermitaño, para unos Profesor, y para otros, en modo autoelogio, Maestro, seguía en su prisión voluntaria. Nada ni nadie, ni siquiera Lucía, lo sacaba de casita ni de casillas. No había cómo. Su encierro no era propiamente un acto de los magos Lorgia o Mandrake u otro cualquiera. Lucía le llevaba, sagradamente, la comida: huevos tibios, pan francés y aguadepanela, al desayuno; fríjoles con carne de cerdo o lentejas con papa y carne de res, arroz y jugo, al almuerzo; sánduches de sardina o de atún y limonada, a la comida. En esas tres ocasiones, Lucas abandonaba sus labores y, en atención a Lucía, charlaba con ella.

Afuera, día soleado y caluroso. Pero, en su celda imperaban la oscuridad y la frescura por más que por la ventanita se filtraran los rayos del sol o las brisas cálidas. Si la abría por completo, se exponía a que se le metiera alguna mariposa o bicho y en el peor de los casos, según la hora, moscas o zancudos. Hasta él llegaban diversos rumores: el canto de los pájaros, el mugir de las vacas, las podadoras a gasolina, los ladridos de los (putos) perros de la vecina. Con ocasión del último invierno, hubiera querido derribar las paredes para librarse del frío y de la humedad, pero, ante todo, para desterrar de su cabeza la idea del suicidio por un súbito ataque de claustrofobia. Lo detuvo la vanidad, contra la que libraba una batalla a diario: a los que apostaron por el fin de su encierro no podía darles gusto de recuperar sus dividendos emocionales. Había contraído una tos carrasposa, acompañada de lo único que odiaba: la oclusión nasal. Brazos y piernas estaban muy adoloridos. Una antigua lesión, producto de la caída en bicicleta a causa de un taxista y de un fuerte pellizco de un viejo profesor/colega en el sitio exacto de un tendón del cuello, había revivido con brío. Fuera de eso, estaba más prostático que su ex amigo Nahum y orinaba cada dos por tres cervezas. Por las noches, permanecía encogido debajo de la colcha y dos mantas que Lucía le echó por la ventana, pero le era imposible entrar en calor: en este instante, recordaba a su padre quien le pedía a Ana en las noches, un brandy, “para entrar en calor”, en argot ganadero, vaca en celo. Por estas razones, obviando la entrada en…, Lucas sentía que del suelo ascendía un frío tan intenso como el de la noche del viernes en que su hija desapareció. Por esto y otras razones, a veces creía que ya estaba en la tumba o que su casita era la tumba o que la tumba era la oscuridad de la noche. Oscuridad solo parecida a la del Barrabás de Lagerkvist, cuando sintió que Cristo fue sacrificado en lugar suyo. Y por eso, a veces, Lucas era Barrabás respecto a su hija del alma, hermana de su hijo del alma, a quienes siempre amaría en un doble primer lugar.

Por fortuna, tras ocho meses de invierno, había vuelto el verano y a la izquierda de su guarida había crecido un guayabo y podía oír el rumor de las hojas. Una golondrina había hecho su nido y todo el día estaba trayendo tallos y larvas. Si Lucas se asomaba, podía ver el azul del cielo, el campo, los techos vecinos, las cagadas de los putos perros, el valle al fondo del camino. Y percibía un nuevo y fétido olor: el del formol que sumado a la gallinaza produce un coctel explosivo, solo comparable al del mestizaje en ascenso y la aristocracia en caída de la U. en la que trabajó antes de irse al campo y la cual no se cita porque aquí no es asunto… central. Con solo quitar un par de ladrillos y encogiéndose un poco, hubiera salido por la ventana. Pero siquiera pensar que podía abrirse paso hacia la libertad, paradójicamente apagaba su anhelo de dejar la celda. Sabía que al otro lado de las paredes estaban al acecho la lujuria (cuyo rostro es igual al de la…), el desasosiego, la incertidumbre del futuro.

Lucas sabía que estar encerrado, deseo que Lucía disimulaba, lo salvaba de la tentación. De La tentación de las carnes, como el restaurante de Monseñor Botero que ahora hacía un guiño a su memoria, de la que a veces se enorgullecía; en otros tantas, lo hería con crueldad. Sus preocupaciones allí eran muy diferentes a las del exterior. Lo que la oscuridad le permitía ver dentro del cuarto, la luz exterior se lo negaba al cegarlo. Adentro, estaba libre de necesidades y apetitos. Al pensar en los gastos reía de sí mismo. Su comida en casa, v. gr., le costaba 200 mil pesos semanales y usaba poca ropa en ese lapso. En la ciudad, por contraste, cada día se bañaba, cambiaba, gastaba en comida, transporte y extras. Ganara lo que ganara, nunca era suficiente. En una voz, campo era alivio; ciudad, deudas. Víctima de sus pasiones, acabó en una red cuyas mallas le apretaban cada vez más no se sabe si el cuello o las bolas. Igual, sentía que lo apretaban, cual Mesías con nombre propio. Para saber cómo es la soledad, se despojó de lo externo, como los taitas sacan con yagé los malos espíritus. Con un cuchillo cortó la red, escapó de ella y de golpe canceló sus deudas. Partió bienes con su primera esposa y los conservó frente a la actual: ahora, no poseía más que camisa, pantalón y zapatos. Ah, libros, música y pc que lo seguían en su nueva morada 5X5: otros prefieren una 4X4, pero a él ¡no le gustan la gasolina, los pares, la nariz tapada ni las agujas en el culo! Lucía, mientras, se ganaba la vida. Pero, ¿era todo aquello suficiente, el destierro, v. gr., para que pudiera borrar su culpa, esa mancha judeo/cristiana imposible de lavar? ¿Podía expiar los males que había hecho, aliviando simplemente el fardo de sus hombros? ¿Y en caso de que no hubiera males por expiar le sería posible ir más allá con su conciencia? Nadie lo sabía. Tampoco él.

Apenas allí, en la paz inconsciente o consciente de su cárcel voluntaria le era posible medir sus actos, dimensionar sus errores, abstraerse en el placer pasajero de sus aciertos, pensar en las almas que arrastró a la desgracia, con intención o sin ella: en todo caso, a los efectos no les importan las causas, pensaba él, para quien el arte no obedece a intenciones, sino produce efectos. Solo allí le era posible perderse en los vericuetos de la memoria sin que pudiera captar los crímenes que llevaron a otros al caos, a la locura, a la muerte. Claro, no era uno de los repentinos ricos de Kombach que asaltó la diligencia de impuestos para, cual Batman Hood de la selva de cemento, repartirlos a los pobres: aun así, sentía que había matado. No que era asesino. ¿Qué importa cómo se mata a alguien? ¿No era culpable Biberkopf por Mieze así Reinhold la matara en Freienwald? Pero, Lucas no era tonto para no advertir hasta dónde iba la pena por los delitos a pagar y los que, no obstante, nadie estaba autorizado a juzgar ni capaz de hacerlo. Creía que, de existir un creador, no era posible sobornarlo/engañarlo. Pero, como lo ignoraba, igual creía que si hubiera un juez sin culpa por impartir mal justicia, ¿quién lo absolvería? Ni el de arriba, si existiera, ni los de abajo, que por desgracia pululaban como...

Con frecuencia, oía las campanas al final de Rompiendo las olas, los gritos o maullidos del gato negro desde lo alto de la Torre Eiffel. Al leer Todos los nombres, sentía que le gritaban desde alguna tumba. No eran estos los únicos horrores que creía haber propiciado o que lo hacían culpable. No que lo fuera. Ahora se daba cuenta de todos los demás. Pero, de pronto recordaba que era mejor no recordar. Que la memoria igual sirve para lo-bueno-y-lo-malo y entonces cómo ignorar que la memoria es el único tribunal incorruptible, asunto por considerar a menos que uno no quiera que la pena lo haga presa suya. Aunque estuviera en su celda voluntaria cien años y se diga que no hay mal que dure eso, ni cuerpo que lo resista, sabía que si bien no podría expiar todos sus desaciertos errores e iniquidad, tampoco tenía sentido cargar el peso de la única herencia de la religión: la implacable herencia de la culpa.

Pero, a la vez, ¿cómo salir de ella? Sabía que arrepentirse no soluciona nada pues apenas se puede absolver pidiendo perdón y recibiéndolo de la víctima. Para el caso, un imposible. Sabía, también, que si uno tenía una deuda con alguien debería buscarlo y cancelarla, donde fuera. Aun así, cada día recordaba algún mal adicional del que se hacía responsable. Violó muchas veces el contrato social; otros mucho más que él: las víctimas, reales e incontables, nada alegóricas, se descolgaban, cual tinta roja, de los titulares de prensa. Hecho al que la gente parecía acostumbrada, así que los hornos de los paracos, a lo nazi, los crímenes de Estado (‘falsos positivos’), los millones de desplazados (para un ex asesor ‘migrantes’), no eran más que recuerdos de eventos pasados y sepultados por una nueva noticia: asunto que, para los pesimistas, optimistas bien informados, si llega la CPI, es probable cambie. Para poder seguir pensando que la utopía sirve para caminar, así el horizonte se corra. Sentía a este desdibujarse en su mente sin remedio; no obstante, mientras sentía todo ello, se creía un hombre recto, competente e incluso se daba el lujo de acusar a los demás: en muchos casos, con razón. Aun así, olvidaba a su padre: “No hay que señalar con el dedo, mijito: aunque apenas uno apunta al frente y otro hacia arriba, tres lo hacen hacia el dueño de la pistola”.

Así, ¿qué podrían hacer las molestias, dolencias y autocríticas que lo acosaban, como contrabalance por los dolores causados? Aún estaba vivo, decía a sus vecinas, y gozaba de buena salud. Incluso la pierna que había sufrido una lesión, por abusar del ejercicio y por lo que casi le da meralgia parestésica, tras tres meses se alivió pese a la amenaza de ser operado. Aun así, Lucas estaba seguro de que nada de lo que hiciera en este se pagaba en otro mundo: “El infierno es aquí y ahora”, le decía Rulfo. Aquí y ahora, antes de morir, debía hacer rendición de cuentas; aquí y ahora, vivo, debía ser responsable de sus pensamientos, palabras y actos; aquí y ahora, antes de partir la nave que no ha de volver, debía dar cuenta de sus actos ante sí, no ante ninguna autoridad terrígena ni celestial. Lo asistía un único consuelo: si un dios existiera, lo absolvería. Pero, ese consuelo le servía como un vendaje a un cadáver, como que el Bien al fin triunfaría sobre el Mal. Solo que aquí se acordaba de Llinás: “Lo del bien y el mal son pendejadas nuestras. Todo lo que hace el hombre lo hace por conveniencia”.

Acaso, ¿los humanos son tontos que no ven la realidad?, preguntaban sus hijos a Lucas antes del desenlace que llevó a este relato, en un esfuerzo por restablecer el equilibrio vital, la armonía familiar, algo que solo es posible a través de la justicia poética pues la realidad, referida por sus hijos es inexorable. La realidad humana es desproporcionada como para que baste con la abstracción de una ayuda compasiva. Además: ‘La divinidad está en ti, no en conceptos ni en libros’. Sin contar con la certeza del genoma, con la cual el creacionismo se va para la… mientras el evolucionismo conduce a pensar que el hombre debe aprender a labrarse un camino de rectitud, con su propio esfuerzo, sin otras ayudas externas que las que su impotencia, no incapacidad, reclame, utilizando para ello la idea de la libertad como acción del deseo, sin dañar al Otro y sabiendo separar el trigo de la paja. Y el sexo de la paja. El amor del sexo. La llama doble del amor, sexo y erotismo, de lo genital. Todo, sin olvidar a Zappa: “Información no es conocimiento. Conocimiento no es sabiduría. Sabiduría no es verdad. Verdad no es belleza. Belleza no es amor. Amor no es música. ¡Música es lo mejor!”.

Si no fuera por ella, sucumbiría en la celda mientras su fe vacilaba. Su fe, decían otros, tan poderosa, recordaba a Camilo, quien pese a pensar que los que creen no aman y los que aman no creen, permitía inferir que alguien sin creer ama. Con pasión/entrega/radicalidad. De cualquier modo, ante esa idea de amar sin creer y viceversa, se preguntaba si sería posible que Dios existiera a la vez que pensaba que la Biblia es invento humano, por lo cual concluía: “¿No me torturo en vano?” Oía a los diablos de la conciencia discutir con él, recordarle los placeres pasados, aconsejarle continuar su libertinaje. Se veía obligado a embaucar a su enemigo, cada vez con un nuevo gag. Cuando aquel lo acosaba con intensidad, aceptaba que debía volver al mundo del demonio y la carne, pero, enseguida, posponía el gozar su libertad plena. Otras, refutaba: “Admitamos, viejo Satán, que Dios no existe; pero, las palabras que se le atribuyen no dejan de ser correctas. Si el destino de un hombre depende de la desgracia de otro, entonces hay que concluir que no existe buena fortuna para nadie. Ahora, si Dios no existe, el hombre debe comportarse como Tal, como si él fuera Dios, ¿no le parece?”

Una vez, Lucas preguntó: “Bueno, viejo Mefisto, pero entonces, ¿de dónde viene todo lo que hay y quién hace que haga sol, caiga la lluvia, sople el viento, los pulmones reciban oxígeno, el cerebro piense? A este mundo lo creó alguna mano, ¿no cree? ¿Por qué entonces ignorar que detrás de tanta maravilla esté la mano de Dios?” Pese a su insistencia, Mefisto le replicó: “Nadie ha visto aún el alma…” Noches de eterna controversia lo ponían al borde de la locura; aunque aquél solo fuera un engendro mental. Para ayudar al desequilibrio emocional, a su casita llegaron seres de todo tipo, cual si se fuera un gurú, en sentido cabal, buscando su consejo, intercediera por ellos, hiciera un milagro. Y en esos momentos, recordaba la voz de su madre y a Almodóvar que la plagió, con una nitidez que dejaría sin aliento a los ingenieros de Phillips: ‘¿Qué hice yo para merecer esto?’ Su conciencia, al instante, le reclamaba con una tautología, de esas que tanto lo divertían otras veces: “Pues lo que hizo, ¡pendejo!”

Lucas argüía que lo dejaran en paz, que él no era taumaturgo ni semidiós; pero, nadie le creía, lo que aumentaba su perplejidad. Por la hoguera de las vanidades, que le quema el culo al que se acerca, al acordarse de Satán (“Si Dios no existe, el hombre…”), comenzó a creerse un dios. Y comenzó a operar, porque la presión era como la de una olla Express olvidada: las mujeres, para desgracia de Lucía, se escurrían hasta el patio e intentaban tumbar el postigo. Suplicaban, gritaban, deliraban y, al verse rechazadas, lo maldecían. Le decían: “Pobre…” y sin solución de continuidad como en los malos filmes: “¡Marica!” Epítetos que le dolían más a Lucía pues él sabía que no era pobre, ni marica, como le dijo un hermano: era escaso de recursos, y además con dignidad; ahora, no era marica, solo que a veces se hacía…: decía ser un hombre bajo perfil (lo que tampoco, pero lo hacía para no despertar envidia, suerte de deporte nacional que, para Cochise, supera en víctimas al cáncer), aunque de alta autoestima.

Lucía lanzaba puyas al decir que ellas (de niños u hombres no hablaba) perturbaban sus oficios, y los de Lucas. Mientras, éste, se sentía preso en su casita y presa del miedo. Intentó prever todo, pero no aquel asedio. Era él quien necesitaba consejo. Según la ley costumbre, ¿era justo que se negara al pueblo que lo aclamaba más que al Mesías, a quien ahora el pueblo maldecía? ¿Razonable negarse al llamado del amor popular? ¿No era todo ello muestra de su soberbia, que endilgaba a otros? Pero, ¿se podía escuchar sus peticiones cual Buda/Rama o el mestre Suzuki? Sabiendo que cualquiera de las tres vías era un error, acudió a su conciencia que le aconsejó recibir tres horas al día a los que lo buscaran: sin aceptar ‘incentivos’, solo en especie: la ira instantánea de Lucía cundió por la zona, debido a su particular percepción de la voz en especie. Pero, como tras la tormenta, que es femenina, viene la calma, una de las virtudes de Lucas al lado de la serenidad y la sobriedad, éste cerró el debate interno al sostener la caña: “Aquél a quien los demás escuchan pueda que no sea Dios… pero es un dios”.

Y así, empezó a recibir de dos a cinco p. m., cada día, aprovechando la ausencia de Lucía. No por temor, sino porque ahora solo venía los fines de semana: así que le encargó a un vecino, no a una, que le hiciera llegar la comida diaria. Pero, nada resulta como se planea: Lucía volvió antes de lo previsto, a fin de saber qué pasaba con su marido, con el pretexto de si comía bien o mal. La otra semana, para evitar dudas o hacer claridad, daba a cada visitante ficha y número, cual EPS o banco. Intento de solución que resultó problema: los que tenían un enfermo o inválido o los que habían sufrido una desgracia reciente, exigían ser atendidos antes. Otros intentaban sobornarla: como el dinero ajeno no le iba bien, apenas aceptaba si los oferentes eran varones. Si una Yidis se acercaba en afán de cohecho, en el acto surgía la respuesta/reflejo volcada sobre el rostro infractor con una voz que aterraba: “Esto es un piropo indirecto… ¿no, mi amor?” Y cuando decía mi amor parecía que cayera hiel en barra con pedo de bruja. Y la víctima quedaba más tiesa que Sara, ya convertida en estatua de sal.

No tardó en hablarse, en las otras veredas, de los milagros de Lucas. El chisme, más que el rumor, afirmaba que con solo expresar un deseo los enfermos sanaban: nunca se habló de los cientos que no sanó: se decía que, gracias a él, un reinsertado de las Farc pudo escapar de Mancuso; que un mudo recobró el habla, cuando Macaco le puso una motosierra al frente y entonces Lucas intervino por él para que FINAGRO le hiciera un préstamo, que luego le dio AFA, vía AIS; que un ciego recuperó la vista al sentir el olor y la presencia del para/asesor Jog. Lucas pasó a ser conocido como el Santo Job: no por el paraco (asesinado tres meses después de salir de la Casa de Nari) sino por el del relato bíblico que, soberbio, pretendía tener razón frente a los dioses de la maldad terrestre que solo obedecían al Mesías, hasta que se hiciera inminente su extradición: la de ellos, claro. También, por su paciencia al escuchar los horrores de campesinos a los que paracos, ejército y Estado, por triple lado, y la guerrilla, por lado simple, los habían usado vejado violado en tantas formas como víctimas dejaron.

Así Lucas conoció la barbarie de la guerra que un exhibicionista mediático quería mostrar por vía del maquillado filtro de la TV internacional. Así supo cómo Mancuso mandó hacer embalses, con caimanes adentro, para que no quedaran rastros humanos de sus caprichos; cómo, a quienes no cedían en sus pretensiones criminales, Macaco los despojaba y metía a un par de celdas, cada una con un león hambriento que en menos de cinco minutos… (1); cómo lo que Jog negaba frente a las chuzaDAS era cierto en tanto no se trataba de una infiltración sino de auto infiltración y que, además, los funcionarios del Gobierno que decían haber sido también chuzados, eran depositarios de la culpa que ellos mismos denunciaban, pero de la que pretendían pasar por víctimas. Así supo cómo los crímenes de Estado, que incriminaban al ya ex ministro de defensa eran de proporciones insospechadas: hecho que el Gobierno había minimizado a fin de poder justificar la seguridad democrática, cortina de humo que encubría una revancha personal disfrazada de un programa de gobierno…

Contra el deseo de Lucas, de pronto su celda fue invadida por monedas y billetes que él ordenaba repartir entre los pobres; incluso, se jactaba de haber pagado letras de cambio que la gente no podía cubrir. Hechos que, por paradojas de la envidia, le granjearon enemigos entre las autoridades locales. Esbirros del líder de acción comunal llegaban con tomates, huevos y limones que estrellaban contra su casa de auto detención. El alcalde de la población más cercana dio instrucciones a fin de que le fuera negado un potencial acceso a la radio, que tanto le gustaba y tan bien conocía. Una de sus vecinas, celosa de sus nuevos ingresos, no le volvió a hablar: excepto para obtener un préstamo que ella devolvería puntual, pero sin intereses. Por último, la policía, víctimas de sus continuas quejas contra los vecinos ruidosos, junto a estos, mandaron elaborar un libelo que relacionaba antiguas actividades de una supuesta militancia: Lucas era, como Chaplin, militante por la vida, la libertad y la justicia y, como el Che, contra la injusticia, como MLK e igual que Malcolm X, por todos los medios que fueran necesarios. Como hizo Hoover con la viuda de King, un ejemplar de ese libelo le fue enviado a Lucía: la única diferencia consistía en que este no era un paquete suicida.

Las tentaciones, ya no solo de la carne, eran incesantes. Aunque Lucas se había retirado del mundo, este se le metía por la ventana, así fuera el único que pudiera abrirla. Al lado del aire, el sol y la lluvia, llegaban las calamidades, empezando por la del dinero que, a la vez, tantos problemas le resolvían: el mal, la calumnia, la ira, los falsos elogios o los elogios, a secas, al cabo todos son falsos, como decía Buñuel de las estadísticas: el Mesías podía ir cogiéndose de atrás. Es preferible la crítica, que todo el mundo rechaza quizás porque no hay buena crítica. Los medios, decía, prefieren la usual: la de Mala Salud Fernández, que mostrándose como defensora de lo nacional apenas defiende intereses gilipollezcos; la de Jog, ese prodigio de la lengua, según María Isabel Gira, por utilizar el adjetivo ríspido que, ignora Chabela, le cae como anillo al dedo de su divulgador: por áspero violento intratable; la de Teto Yamjure, que a cambio de las lápidas que le cuelga a todos los que puede (Córdoba, Molano, Zuleta, Bejarano, Cepeda), reparte a ultradiestra entradas al club colombo-libanés y entrevista a siniestros personajes: lo que, al filo del tiempo, le costó salir de El Espectador y hoy vive en Miami. A la que él llama Miame: “Como quiera”, le dijo Beto Coral, quien prefirió cagarlo.

Lucas entendió por qué antiguos poetas iban el exilio y que cual guerrillos de la lengua/saber no durmieran en el mismo lugar o fingieran estar ciegos, sordos, mudos. No se podía servir a la humanidad entre los demás hombres: menos separado de ellos, y de Lucía, por muros de ladrillo. Se vio como Tashi, el de Samsara, con hatillo al hombro, cordón y perro, yendo a lo ignoto, pero vio que causaría dolor a Lucía. La pena de su ausencia acaso la haría enfermar. Ella le mostró que su salud fallaba y debía cuidarla. Dejándola dormir, no escribir bobadas hasta tarde. No, la paz no es de este mundo. La vida está en otra parte, le recordaba Mayo/68 antes de Kundera y su novela. Para el filósofo, no existe un mañana sin tristezas. Pero, más potentes que las tentaciones externas, eran las de su cerebro/corazón. A cada instante la pasión lo asaltaba. Al menor descuido, acudían fantasías sin estilo, sueños en la vigilia, deseos repugnantes: Lucía sonreía sin dientes, le guiñaba un ojo ciclópeo; estando ausente, aparecía en la oscuridad y se negaba al rechazo; por el síndrome de vereda, deseaba a la Thatcher. Lanzaba puños y patadas y arrojaba lejos tales fantasías, con la rapidez del pánico, pero no tardaban en volver como pelotas de squash, moscas atraídas por la leche o abejas por la miel. Ansiaba comer cerdo, beber cerveza, volver a la ubre de ladrillo, a cine, a la U.; decía, ‘la lascivia no disminuye’ aunque sin mujeres quería recibir a Onán, pero desistía. Solo tenía fuerzas para pensar cómo el hombre podía ser mejor: ‘No ver fútbol local. No escuchar reguetón. No calumniar a nadie’. Solo el del grafiti era perfecto: “Nadie es perfecto. NADIE”.

Se dijo, este relato es para ser leído después del matrimonio. No obstante, tan pronto se plantea una tesis surge su antítesis, también puede leerse antes. A la postre, nadie aprende de la experiencia ajena, salvo cuando… a ello se puede agregar la voluntad de poder, de la que habló el ermitaño/loquito de Sils-Maria, a quien tanto le debe la poca cordura de Occidente: “Si solo se dieran limosnas por piedad, todos los mendigos hubieran muerto de hambre”. “Lucas, entre ellos…” como, sacando pecho, decía Lucía. Cosa que dejaba incólume a Lucas: “Si la filantropía no condujera a la frustración, todas las buenas samaritanas vivirían muertas de risa. Lucía, entre ellas…” Y así sucesivamente. Pero, aquí se detiene esta querella, para no seguir sacando los cueros al sol, en el caso de Lucía, ni a la sombra, en el de Lucas.

Lucas y Lucía siguen viviendo juntos, pero separados por cuatro paredes; de todas maneras, los ataques de Satán no cesan: ahora Lucía busca a Lucas a cada momento, tratando de levantarle el postigo… de la ventana, lamentándose, atacándole con todos sus fantasmas, lamentos y preocupaciones. Afortunadamente, piensa Lucas, está protegido por esas cuatro paredes que, a pesar de las apuestas en contra para que desista del encierro, no está dispuesto a abandonar: salvo, si el Mesías no es reelegido por segunda vez. Porque no puede ser posible que después de todo lo que ha pasado y máxime ahora que se sabe que el émulo de Bush II, Berlusconi y Blair (los tres por vía de Hitler) es de los que entra al baño, enseguida le pega un berrido a su mujer y, por último, le pide que le traiga la Carta para limpiarse con ella (como Robolfo con la Ley), sea el líder que el país reclama: a un individuo de tal calaña, solo puede reclamarlo la CPI: sin que nadie, claro, piense siquiera en ello, sostenía risueño Lucas.

No hubo poder humano que sacara a éste de su prisión voluntaria. En justicia, una fuerza mesiánica fue la que lo hizo: tras la no reelección del Mesías, Lucas ha vuelto a la ciudad, donde de nuevo se ve con sus amigos y desde luego se ha re-unido con Lucía, ya al margen de molestas expresiones, paredes, mujeres y, entre otras, en especie: solo así ha podido preservar la suya, su especie como hombre. Hace poco, recibió una carta de Lucía, desde Bogotá, que sencillamente lo conmovió, claro que no tanto como la masacre de Tumaco:

Mi muy querido Lucas (o, ¿debo llamarte Santo Job?). Esta mañana desperté temprano, me acerqué a la puerta y, luego de tres años, vi tu foto en la prensa. Se me ocurrió que te habían detenido por revelar hechos oscuros de la realidad nacional no tanto por este medio sino por Internet… causa en parte de la caída del régimen que hasta hace poco tuvimos y que hoy celebramos. Tan pronto leí el artículo entendí los hechos: por primera vez recibías un premio literario, en metálico, como tú dices o se dice en los casos en que el premio no es una palmadita en el hombro ni, tampoco, una patadita en el ano. La verdad, me alegré. Te lo mereces. Ahora veo que las bobadas nocturnas no eran tanto… La constancia vence lo que la dicha no alcanza, dicen los viejos. Ahora puedo creerlo. En otra dirección, debo señalar que te marchaste sin dejar huella. Desapareciste tan rápido como una piedra en el agua. Hoy te entiendo, lo confieso. Así no me guste. Si recibes esta, te digo que acepto la responsabilidad de todo lo ocurrido. Apenas cuando estabas lejos noté lo mal que me porté contigo. Sabía que estabas enamorado de Angélica, pero te arrastré a aquel enredo. Por lo cual, créeme, soy responsable. Una y otra vez quise decírtelo, pero tenía la impresión de que te habías ido no sé adónde. En cuanto a tu encierro voluntario y cómo mujeres, hombres y niños esperan en la ventana que los ayudes, aún me causa una impresión imborrable. Casi no puedo seguir escribiendo, a causa de las lágrimas. A menudo lloro por ti, con alegría. Hoy, con tristeza. Ha pasado medio día y ahora al terminar esta carta, sigo llorando. Primero, porque has demostrado tener una conciencia muy grande; segundo, porque estás pagando por mis pecados y no es justo, así cueste reconocerlo. Por eso, yo también, como tu hermana, he considerado posible ir a un convento. De hecho, ya me he visto allí. Pero, antes, tengo que pensar en mi hija. No pude ocultarle lo que nos pasó: lo de tu encierro, nuestra separación temporal, tus viajes intempestivos. Cuando lo supo, sufrió un gran golpe. Noche a noche, juntas llorábamos en cama. Bueno, ya hablé mucho de mí. No me resulta fácil escribirte. No puedo hacerme a la idea de verte con barba y bigote, como te describen en medios. No como estás en la foto. No me atrevo a decirte qué está bien o mal, pero, creo, te has infligido un castigo terrible. A pesar de tu fuerza (yo que la he sufrido, pero esto es mejor no decirlo, a riesgo de que se entienda mal), eres un ser delicado y no debes arruinar tu salud. La verdad, no has cometido ningún crimen. Y no eres, como crees, un asesino. Siempre has mostrado una naturaleza buena, tierna y, sobre todo, humana. Los 24 años que llevo contigo, ha sido el periodo más feliz de mi vida. Como tú dices, a mí tampoco nadie me quita lo bailado: contigo, claro. Encantada de que estés vivo y de que continúes por muchos años dando la batalla, leyendo, hablando y escribiendo como hasta hoy, me despido hasta un nuevo encuentro. Eternamente tuya, Lucía.      

El vestido de Catty estuvo listo muy poco tiempo después de terminado este relato: relato para leer antes o después de la boda. La que se realizó en Medellín, ciudad donde ahora ella se ha unido a Sebastián, con la convicción y la seguridad de que como decía Rilke: “El amor es la unión de dos soledades que se respetan”. Larga vida a sus cuerpos, buen viento y buena mar en su larga travesía por los cauces de la vida y que lejos de ellos se halle la nave que nunca ha de volver… con toda la alegría y la esperanza por los hijos que han de venir y el anhelo de buena salud y larga vida también para los padres de Catty y Sebastián y para sus familias, es el deseo sincero de Lucas y su hijo Anton y de Lucía y su hija Alina. Sin embargo, S. & C., decidieron, al filo del tiempo, no tener hijos, debido a que la lujuria tiene el rostro…

Cuando este cuento ganó un concurso cuyo nombre se omite para poder vencer en el que ahora participa, apareció este comentario, sin mi foto en la prensa y sin firma del benefactor: “Estas imágenes de tranquilidad, tolerancia y paz son una metáfora del país soñado y contrastan con los rostros de muerte que ofrecen políticos y dirigentes: la respuesta obvia a una lujuria arrastrada por los caminos de la desviación, la inversión, el sadismo. Una representación viva/inerte del cuarteto de la muerte y la doncella, en el que esta es, cómo no, el pueblo maltratado y expoliado, humillado y ofendido: víctima, no en últimas, de una sempiterna e inaceptable violación de la que ya no se repondrá jamás. A menos, claro, que haya una nueva repartición del mundo y a Colombia le toque quedar en un utópico lugar, lo más lejano de EEUU e inaccesible para ellos: pero, esto es un imposible. Ahí está el resultado concreto de la realidad inmediata, desnuda, no inventada”. Ojalá, por contraste, en un tiempo se vea la potencia mundial de la vida que nos prometieron, a cambio de seguir siendo la superpotencia orbital de la muerte.

A Marthica, María del Rosario y Valentina, quienes en distintas épocas y por diversos motivos han sido y siguen siendo las salvadoras de mi naufragio, uno que tantas veces se antojó definitivo.

A Santiago adorado, motor de mi infatigable lucha por cambiar la vida y el país y transformar el mundo a pesar de los tropiezos, las caídas y tanto cabronazi que anda suelto por ahí.

Para que el PH de Gustavo Petro y Francia Márquez, así como del pueblo colombiano, llegue a buen puerto pues es una única oportunidad histórica que no puede desperdiciarse: de lo contrario, habremos vuelto a las viejas tinieblas de la godarria, que fue la que en últimas los llevó al poder. O así me parece.

 

Bogotá, 17/ sept/2017 – 14/jul/2022

Nota:

(1) https://www.elespectador.com/judicial/asi-fue-como-alias-macaco-y-arcangel-despojaron-a-una-familia-ganadera-en-caldas/?fbclid=IwAR0KtFkj7RpJrfazJaw0zy7_7szgjyohxiMhYvVuH6AFI3yNw34HsreCpuY

* (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine y de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Colaborador de El Magazín de EE, desde 2012, y columnista, 23/mar/2018. Su libro Ocho minutos y otros cuentos, Colección 50 libros de Cuento Colombiano Contemporáneo, fue lanzado en la XXX FILBO (Pijao Editores, 2017). Mención de Honor por Martin Luther King: Todo cambio personal/interior hace progresar al mundo, en el XV Premio Int. de Ensayo Pensar a Contracorriente, La Habana, Cuba (2018). Siete ensayos sobre los imperialismos – Literatura y biopolítica, en coautoría con Luís E. Soares, fue publicado por UFES, Vitória (Edufes, 2020). El libro El estatuto (contra)colonial de la Humanidad, producto del III Congreso Int. Literatura y Revolución, con su ensayo sobre Manuel Zapata Olivella y su novela magna Changó, el gran putas, fue lanzado por UFES, el 20/feb/2021. Autor, traductor y coautor, con Luis E. Soares, en el portal Rebelión, EE y Las2Orillas. E-mail: [email protected]

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