Cada día me aferro más a la convicción de que hay que tener el máximo cuidado con el uso que se les da a las palabras, por la sencilla razón de que las palabras tienen poder. El poder de crear y el poder de destruir.
Hace unos años, leyendo un texto de sociología del trabajo, sufrí el impacto de una nueva categoría que me hirió. Hasta entonces había visto las estadísticas que se movían entre los empleados, los desempleados y los subempleados; en ese escrito aparecía un nuevo término, una nueva categoría: la de los “inempleables”.
Al margen de lo que el nuevo término pretendía significar -se refería a los que habían quedado tan rezagados por los avances de la educación y las nuevas tecnologías que no hallarían cómo encontrar trabajo-, el término en sí mismo me parecía tan hiriente como la dolorosa realidad de estos irredentos de la Tierra.
No era que yo no creyera que existieran. Claro que yo sabía y sé que existen. Lo que me pareció fue que bautizarlos de esa manera, más que llamar la atención sobre su tragedia, podría equivaler a condenarlos a una identidad sin esperanzas, a una condición que desfigurara su dignidad.
Años después, llegó el aguacero verbal de los “ninis”. Una palabra que comenzó por significar a los jóvenes que “ni estudian ni trabajan” y que hoy ha multiplicado exponencialmente sus significados sociológicos para cobrar protagonismos en los ámbitos de la cultura y de la política.
El aguacero verbal de los “ninis” fue tan grande que nos inundaron las voces mediáticas que repetían que las movilizaciones sociales y los vandalismos de hace un año se debían al fenómeno de los “ninis”. Los políticos, los funcionarios y los periodistas se arrebataban los micrófonos para ver cuál salía más caricompunjido a rasgarse las vestiduras por los “ninis”. Todo se justificaba por los “ninis”.
Al cabo de unos meses llegó la campaña presidencial y los “nadies” y las “nadies” se convirtieron en la palabra epicéntrica, movilizadora, de batalla.
“Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres…”, así comienza el bello poema de Eduardo Galeano. Un poema en llanto, un poema de un gran poeta. De alguna manera el arte los había llamado de distintas formas. Los miserables de Víctor Hugo o los olvidados que no tienen quien les escriba de García Márquez.
Pero, esta vez, la palabra “nadies” no nos llegó en clave de poesía sino en clave de política, de política electoral.
—¿Válido?
—Sí, por qué no. Justo, además.
—¿Cómo así que una democracia no puede gritar sus injusticias?
—Claro que sí puede. Debe hacerlo, además.
Sin embargo, no son lo mismo la palabra del artista que la del candidato y la del gobernante. Una cosa son los nadies vistos desde el taburete del artista, otra los nadies desde la tarima del candidato y otra muy distinta los nadies desde escritorio del gobernante cuya decisiones se convierten en políticas públicas.
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Una cosa son los nadies vistos desde el taburete del artista, otra desde la tarima del candidato y otra muy distinta desde escritorio del gobernante cuya decisiones se convierten en políticas
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La Historia nos muestra que cuando las palabras entran a los laboratorios de la política y las ideologías, las cosas se complican un poco. Los políticos suelen caer en la tentación de someterlas a la alquimia de sus propios intereses. Las alquimias políticas suelen convertir las identidades inspiradas en uniformes partidistas.
El nazismo quiso convertir a los jóvenes en Camisas Negras, el comunismo a los trabajadores en proletarios y a los niños en pioneros. La izquierda siempre ha querido convertir a la gente en militantes, la derecha en tradicionalistas y los progresistas en activistas. Aquí en Colombia, hace un año, vimos cómo los más radicales quisieron convertir a los jóvenes en Primeras Líneas. En fin, pareciera que los políticos suelen preferir el reclutamiento que la liberación.
No obstante, la democracia exige lo contrario. No porque no acuda, también, al bazar de las identidades sino porque necesita, para su subsistencia, partir de una identidad distinta.
La identidad principal del demócrata es la del ciudadano. Ciudadano para poder ser igual. Para poder ser distinto siendo igual. Ciudadano, sobre todo, para dejar de ser nadie y ser libre e igual.
La democracia no consiste en la igualdad entre nadies sino en la igualdad entre ciudadanos. Se trata, precisamente, de una sociedad en la que los nadies dejan de ser nadies para convertirse en ciudadanos.
Del acierto en esta reflexión dependerán muchos de los aciertos o los desaciertos del nuevo gobierno. Creo que es imprescindible, para el alma y para la política, comprender que unas son las narrativas de la batalla y otras las del gobierno de la democracia.
Hay que tener mucho cuidado con cómo se bautiza a las personas desde las políticas públicas porque siempre se corre el riesgo de terminar pareciéndose a ellas. Una cosa es redimir a una víctima y otra muy distinta graduarla de víctima. Una cosa es redimir a un nadie y otra muy distinta graduarlo de la injusta condición de nadie.
Señoras y señores del nuevo gobierno, medítenlo. Este es el tipo de decisiones que se cocinan en el alma y se manifiestan en la política. En sus manos está la decisión de avanzar hacia una Colombia de ciudadanos o hacia una Colombia de nadies eternos e impenitentes.