Uno de los máximos placeres de este empresario es hacer dinero. Así lo dice en las conferencias a las que lo invitan como panelista; así también se lo repite a sus empleados en las temerosas reuniones semanales en las que aplaude a quienes más venden y echa a la calle a quienes no le cumplen sus metas, sencillamente porque aquellos no le producen plata.
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El señor Rey, como lo conocen en el mundo de los negocios, es uno de los hombres más ricos del país. Ha hecho una montaña de dinero a costa de la muerte. Tiene tanta plata que en el garaje de su casa hay nueve ferraris, unas cuantas Harley Davidson y otros carros de colección que solo mueve para exposiciones. Como buen nieto de mecánico es aficionado a los potentes motores.
Es dueño de una de las funerarias más reconocidas del país y de otras 16 empresas, todas ligadas al servicio funerario. Es el zar indestronable del negocio de la muerte en Colombia. Tiene una flota de noventa carrozas fúnebres y buses para los traslados de los muertos y sus deudos. Es dueño de floristerías y de una fábrica de ataúdes que distribuye al año unos 30 mil cajones por todo el país. También es dueño de un parque cenizario en La Calera.
Pero el negocio que lo tapó en plata fue la empresa para que sus afiliados paguen a cuentagotas sus propios funerales a través de los seguros o planes exequiales, un lucrativo negocio que a comienzos de los años 90 se inventaron en Cali los hermanos Carlos Julio y José Niño, fundadores de la funeraria Los Olivos.
El multimillonario no nació en cuna de oro ni con herencia en el bolsillo. Se hizo rico aprovechando oportunidades y según lo dicen, dándole la espalda a los viejos funerarios con los que trabajó cuando apenas empezaba en el negocio de la muerte en los años 80, así lo cuentan los dueños de las pocas funerarias del centro de Bogotá que hoy muy difícilmente arañan algún muerto del día que no esté afiliado a un seguro exequial. El 80% de los colombianos tiene asegurado su funeral y el 20% restante pareciera que no se muriera. Debido a los seguros exequiales las funerarias pequeñas que no se montaron en ese negocio llevan más de 15 años en la quiebra.
Es bogotano pero nieto de paisas. Su abuelo materno, de nombre Gustavo, llegó a Bogotá a comienzos del siglo XIX y puso un taller de mecánica en la calle 20, donde por aquellos años se acababa Bogotá. El viejo Gustavo fue el primer comerciante de repuestos de segunda mano en el barrio La Estanzuela, centro de Bogotá.
Mucho tiempo después este misterioso protagonista heredó de su papá el oficio de vender lotes en los cementerios. Trabajaban por comisión para la funeraria Jardines de paz, fue allí donde el entonces joven e inquieto empresario empezó a hacer plata y relaciones alrededor de la muerte.
Al frente de la sede de Medicina Legal, donde estaban puestas algunas de las funerarias del sur de Bogotá, montó un pequeño local donde lo único que tenía era un viejo escritorio de madera, dos sillas y un cuadro que adornaba la pared. Él y los funerarios del sector les caían como ‘chulos’ a los familiares que llegaban a la morgue para reclamar sus muertos; unos para vender el servicio de traslado, arreglo y velación del cadáver y él para vender el hueco donde lo enterrarían. Corrían los últimos años de los violentos años 80 en los que trabajar para la muerte era un gran negocio.
Cuando los hermanos Carlos Julio y José Niño, llegaron a Bogotá con sus Olivos y con la idea del pago a cuotas de los funerales, en 1.990, el entonces estudiante de administración de empresas, entendió bien el negocio y empezó a analizar la manera para sumarse a la gran idea que traían los hermanos caleños, quienes ya se habían ganado uno de los mejores clientes del país: el magisterio de profesores.
Con la plata de la venta de un carro, y con algunos conocimientos del mercado de la muerte, fundó en 1.993 su primera empresa y desde ese momento se puso a vender planes exequiales. Visitó empresas privadas y oficiales y en un par de años logró algunos clientes. Pero su joya de la corona, que lo hizo ver unos buenos millones, y que hasta el día de hoy es su mejor y más consentida cuenta, es el Ministerio de Defensa: la muerte de todos los uniformados es suya. El empresario tiene en total unas 4500 empresas como clientes y casi un millón de afiliados que mensualmente le pagan entre $7 mil y $80 mil, dependiendo el plan de afiliación.
Al comienzo de su emprendimiento, cuando alguno de sus clientes hacía efectiva la póliza, tercerizaraba todos los servicios. Contrataba quien le limpiara el cadáver, alquilaba la funeraria y los carros y si el cliente quería, también le conseguía el hueco en el cementerio. Un par de años después compró funerarias. Luego montó otra y luego otras más. Actualmente tiene más de 200 salas de velación, en 33 funerarias, regadas por todo el país,
Los viejos funerarios del centro de Bogotá no lo quieren. De él dicen que fue quien más les hizo daño a las pequeñas funerarias, quitándoles los muertos del día y haciendo maromas para hacerse con todos los difuntos, como poner empleados dentro de los mismos hospitales públicos y privados, entre otras, para monopolizar las afiliaciones de los familiares los enfermos agonizantes.
Desde que a este hombre le empezó a ir bien con el negocio de las afiliaciones nunca más se le volvió a ver por Medicina Legal ni por los lugares en los que en los años 80 compartía tintos, charlas y tardes rebuscando muertos para vender tumbas en los cementerios. Se olvidó de sus antiguos colegas y ahora, como el multimillonario que es solo disfruta de cócteles y whiskys reuniéndose con gente de poder tan rica como él con quienes sale a correr en sus Harley Davidson o en alguno de sus nueve ferraris.