La verdad ya no es lo que solía ser, ¿sabes? Tanto la verdad de la “verdad”, según la Comisión de la Verdad, como el sesgo de confirmación en Colombia no serían ya más que un indómito “silencio”. Un silencio que nos degrada, sin más; un silencio devenido en cronización del grito y la complicidad. Un silencio, en suma, esculpido por el relato de las voces de quienes no escucharemos jamás.
Entre el sofista de Platón y nosotros, no menos de veintiséis siglos nos contemplan. La “verdad” es contrapuesta a las ilusiones y los engaños de las apariencias, tiene el estatus que adquiere la “realidad” sometida al “pensamiento”. Las apariencias se disfrazan de “verdad” tras una realidad que carece de contenido, una realidad que no constituye un “hecho” por sí sola. El “objeto” es desplazado para transformarse en “accesorio”, siendo así un “prejuicio”, una “presunción” o “indicio” sobre los hechos mismos en el mejor de los casos. (Poco importará entonces la muerte comparado con la calidad del muerto).
En una tierra que ha sabido cultivar la indiferencia de las apariencias durante décadas, el café ha florecido ensangrentado por el abono del campo. El 7 de octubre del 2008 fue suficiente con la siguiente declaración del entonces presidente de la república Álvaro Uribe Vélez, para que las apariencias ascendieran a la categoría de una creencia públicamente aceptada ante cualquier evidencia contraria, “los jóvenes de Soacha no estarían recogiendo café”. Diez años más tarde (en 2018), al entonces senador Álvaro Uribe Vélez le bastaría un tuit para encender la polémica sobre el mismo sesgo refiriéndose a Carlos Areiza (un testigo en su contra), “[…] era un bandido. Murió en su ley. […] es un buen muerto”. No es de extrañar que, como han recordado en la entrega del Informe final de la Comisión, innúmeros compatriotas vieran “la masacre por tv como si se tratara de una telenovela barata”.
“Si hiciéramos un minuto de silencio por cada una de las víctimas del conflicto armado, el país tendría que estar en silencio durante diecisiete años”, según había puesto de relieve días atrás, el presidente de la Comisión, Francisco de Roux. El silencio en esa declaración como en esta crónica, es un “hecho”. Los hechos son la génesis de cualquier razonamiento; los hechos, no tienen más objeto que la muerte en plural, la documentación testimonial, los más de ocho millones de desplazados o las condiciones materiales que han determinado a los pobres, que han determinado a los empobrecidos, “calculamos más de 470.000 personas asesinadas en el conflicto armado –insistió el propio de Roux, en la entrega del Informe este 28 de junio–. De cada diez (10) personas ocho (8) eran civiles no combatientes sin armas”.
En ese mismo orden de ideas, como bien a recogido La silla vacía (para su cuenta de Instagram): los afamados modelos de seguridad nacionales, adjetivados con la palabra “democrático” incluso, fueron una estratagema para la propia inseguridad. Esa inseguridad, en consecuencia, permitió el modelado del narcotráfico en la vida cotidiana de un campesinado lastrado y, las costumbres y formalismos de una lastrada urbanidad que miraba al campesinado con sospecha, haciendo que las organizaciones al margen del Estado, llegaran donde ese Estado… No. La extradición, a medio camino de ambos términos, reproducía la impunidad del silencio.
Estoy releyendo La supersticiosa ética del lector de Borges para una ponencia acerca del Shaman King de Hiroyuki Takei y el pensamiento presocrático en el sintoísmo japonés. La metáfora es magnífica, es un desgarro silente [una herida que danza con el silencio]. La “corrección” (en el sentido más elevado alcanzado por la palabra) –se nos dice– puede obrar en los pensamientos, lo mismo que obraron las aguas de Estigia en el cuerpo de Aquiles.
La Comisión, volviendo de nuevo sobre ella, ha prescindido de los victimarios sin previa sentencia judicial para salvaguardar con una “corrección” de objetividad la veracidad de los acontecimientos en que han procurado colaborar sin tregua, administración de justicia y justicia especializada para la paz, a pesar de la avalancha gubernamental de críticas sobre sus esfuerzos. Al igual que el héroe griego por excelencia privado del dolor, nuestro cuerpo político ha sabido vivir privado, ha sabido vivir privándose, de quienes lo adolecen.
En ese consenso de imparcialidad propuesto para la “verdad”, opera una aceptación de los hechos. Para la Comisión (como ha leído la periodista autora de En el filo de las navajas, del Informe final para su cuenta también de Instagram), “no teníamos que haber aceptado la barbarie como natural e inevitable, haber continua-do los negocios, la actividad académica, el culto religioso, las ferias y el futbol como si nada estuviera pasando. No teníamos por qué acostumbrarnos a la ignominia de tanta violencia como si no fuera con nosotros, cuando la dignidad propia se hacía trizas en las manos”. Sin embargo, hemos aceptado. Y esa aceptación de la tragedia compartida con los otros, no es menos que heroica.
Iván Duque Márquez, actual presidente de la república (saliente de su cargo), fiel a su estilo de “outsider de la realidad”, ha caminado sobre uno de los problemas más acuciantes de la sociedad como quien se pasea entre sus tumbas; a golpe de declaraciones públicas, no ha parado de deslegitimar la posibilidad de esta aceptación, la posibilidad de este heroísmo, deseando el mismo 28 de junio desde Lisboa “que no sea un informe de posverdad”, después de su inasistencia.
Es cierto que la Comisión se ha visto obligada a aclarar que ella misma es “una institución no una ONG”, que su labor no es legalmente vinculante y que simplemente se han limitado a presentar recomendaciones indispensables para la prevención de cualquier conflicto similar. Y es por esto que nunca para de sorprender que el presidente, ante la Comisión de Consolidación de la Paz de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), verificadora del proceso de Paz en Colombia, demostrará su desconexión en abril del presente año con el trabajo de ochocientas (800) páginas, sobre cincuenta y dos (52) años de hechos ocurridos en el conflicto, al reseñar sus grandes expectativas sobre: “una verdad genuina y no una verdad ideológica ni una verdad política, ni tampoco una verdad sesgada, sino una verdad que se base en hechos”.
Pues el mismo hombre que encarna en sus palabras lo genuino en el ámbito internacional, esgrime la posverdad a la que tanto teme a nivel local, apelando a las opiniones y emociones de su electorado antes que a los datos objetivos de cara al público. Alineados con una respuesta suya, el partido de gobierno y sus congresistas, han dejado para la poste-ridad un precedente inexpugnable hace exactamente un año, sobre el Informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), “como era de esperarse, el informe refleja el sesgo ideológico que caracteriza y afecta múltiples actuaciones y documentos de esa organización”, dando a entender con ello que, no era más que propaganda de izquierdas, la preocupación de la organización sobre las manifestaciones del último paro nacional.
El silencio (puesto así) es sinónimo de lo innombrable para la política, el empresariado, los grupos paramilitares, las guerrillas o el ejército nacional. Y con lo innombrable tenemos historia. La verdad, muy a nuestro pesar, palidece ante los ecos de ese silencio. La responsabilidad que hoy sabemos compartida solamente nos deja un camino adoquinado de hechos para razonar esa indiferencia, o mejor, como ha sugerido el padre de Roux: “…Reflexionar ante el vació y la perplejidad espiritual”.