Ruralidad de sacoleva
Opinión

Ruralidad de sacoleva

Por:
diciembre 05, 2014
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Buena parte de lo que somos y seguiremos siendo hacia las próximas generaciones está ligado de una manera u otra con lo rural. Es algo tan inexorable como el olímpico desconocimiento que muchos tienen de sus orígenes remotos en el agreste y enmarañado territorio.

No hablaré esta vez de los consabidos términos asociados con lo rural en Colombia: pobreza extrema, marginalidad, inequidad, escasos o nulos accesos a los “bienes y estimas que profesa la civilización”; qué decir de la violencia y sus raíces mayores en el eterno y sembrado conflicto por la propiedad y sus formas de apropiación que hasta apenas ahora nos está avergonzando.

Esta vez me refiero a la Ruralidad con letra mayor como a ese estado cultural que nos liga de una manera contundente con los arraigos, matices, olores y sabores que provienen de un mundo en donde todas las cosas nacen a diario y la naturaleza es capaz de imponer su ley de manera concertada con los hombres.

Una Ruralidad que es capaz de mutar en distintas versiones para con humildad, hacerse a un lado de su aparente hermana mayor: la urbanidad y salir en la foto con orgullo y sin pedantería. Prístina y galante dentro de la sencillez que heredan sus mejores hijos.

¿Se acuerda usted amigo citadino de sus orígenes remotos en el campo silencioso y la neblina vigilante?

Quizá sea una pregunta para avergonzarnos. Sonrojarnos y disimular el cuestionario con el abrigo, el vestido entero, la camisa de marca, los zapatos italianos (aunque sean de imitación) y por qué no, el sacoleva.

Muchos de los jóvenes-zombis que deambulan por nuestros espacios urbanos no tienen ni la más mínima idea de la Ruralidad que les antecede. ¿Acaso están en la obligación de recordar su pasado tribal? Ignoran ellos que también ahora son una tribu urbana similar a las primeras que se aventuraron a fundar a la humanidad. O es tan vergonzante contarle a nuestros hijos que hubo un pasado en los antecedentes familiares donde la tierra mojada, la hierba fresca y la naturaleza virgen gobernaba al mundo y que en medio de ese paisaje brotaron bisabuelos y abuelos con paso cansino pero seguro.

Somos demasiado jóvenes para tener memoria. La juventud no tiene tiempo de acomodar cosas en el san alejo innecesario de los primeros años. Así como el país tampoco tiene memoria para la Ruralidad.

Lo urbano es lo moderno. La Ruralidad es atraso. Dicotomías perversas inventadas para ahuyentar impotencias citadinas.  Parece que la distinción se siembra en las urbes. En cambio la Ruralidad es sencilla como la flor de la Taruya de nuestras ciénagas o como la Cayena (bonche) de cualquier patio de abuela que baña la luna milenaria.

No se trata de idolatrías posmodernas. No se trata de fungir de defensor de la ingenuidad y sacar pecho con la Ruralidad. Es simple. Los que habitamos este mundo urbano del caos y la complejidad, hubo un tiempo no tan remoto que heredamos del orden natural y la serenidad sin complicaciones, la visión para seguir adelante fundando civilizaciones sin olvidar que las huellas de cada paso venían con un barro primigenio.

Se puede decir de otra manera, en lo urbano aprendimos a complicarnos la vida con los bienes materiales. En la Ruralidad entendimos que no poseer cosas obliga a cultivar los sentidos para contemplar la naturaleza y ahí radica el tesoro.

Entre más personas convivan y se soporten en las urbes, más distantes nos sentimos de la Ruralidad. La brecha cultural es amplia y la indiferencia se reduce a un vínculo mezquino con cualquier “india, negra, montañera o corroncha” que contratemos para el servicio doméstico y a la cual esclavizamos con nuestra prepotencia civilizada con las que nos premió la vida.

Entre menos personas convivan y se soporten en urbes intermedias, las distancias ya no son tan abismales y se vive en una aparente condición de contacto con la fruta fresca y los ríos de leche y miel. La conexión y la posesión de lo rural son casi de la misma forma: el predio rural vinculante y el vendedor ambulante desplazado por la violencia que nos trae lo que pare la tierra aunque no venga con ella en las uñas.

Entre mucho menos personas convivan y se soporten en un pequeño municipio nuestro, la Ruralidad se torna avasallante y entremezclada con el asfalto de la cotidianidad. Los patios son pequeñas parcelas de cariño rural, los pretiles o corredores son conversatorios colmados de biche ingenuidad, al lado del celular de alta gama está la cubierta del machete, reposa el hacha laboriosa junto al LCD y uno que otro trino de Twitter o muro de Facebook viene cargado del primer asombro  de los hombres cuando no se había inventado la ciudad.

Coda: cuando nos olvidamos de la Ruralidad empezamos a creer que estamos del otro lado de la orilla del camino y resulta que allá habita la barbarie depredadora que nos tiene donde estamos.

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