Descalificar como “guerrillero” a un presidente que ha trabajado por la paz durante más de treinta años -cumpliendo la palabra de abandonar el uso de las armas que empeñó entonces al firmarla- como pretexto para apoyar a otro que en la actualidad hace uso de las armas como “muestra de carácter” y suelta amenazas como “le pego un tiro, malparido!” (sic) es el más grotesco extremo de la hipocresía y -visto desde cualquier país del mundo que hoy nos observa-, pone en evidencia la profunda corrupción de la mentalidad de una parte de la ciudadanía colombiana, lo digo con dolor.
Es la misma mentalidad que produjo la monstruosidad de los “falsos positivos” y las masacres, la misma que sigue empeñada en cerrarle la puerta a toda posibilidad de terminar el conflicto armado, ya que eso implica conocer la verdad. La verdad de lo que ha ocurrido detrás de la guerra, porque el estado de guerra continuado ofrece la mejor cortina posible para ocultar todas las formas de organización criminal. Comenzando por el tráfico de las armas necesarias para mantenerlo vigente, lo que por otra parte no deja de beneficiar tanto a la industria como a la contratación militar.
Pues bien, desde hace ya varias décadas -demasiadas, aunque un solo día es ya una irreparable desgracia nacional- Colombia vive bajo el estado de guerra continuado de la “lucha contra las drogas”, durante el cual la producción de cocaína no ha cesado de crecer, hasta el punto de surtir hoy el ochenta por ciento del mercado mundial del alcaloide.
De manera que bajo el estado de guerra continuado de la “lucha contra las drogas” dirigida por la DEA la producción aumenta, como aumentó en Afganistán durante la ocupación americana la producción de Opio hasta ser hoy el primer productor de heroína del mundo, en lo que desde ya propongo llamar Tercera Guerra del Opio.
Sólo después de alcanzar ese nivel de producción se retiraron las tropas norteamericanas, no sin antes negociar con el Talibán las condiciones para su regreso al poder y la colaboración futura. Así que ya Colombia lo ha comprendido, y digámoslo de una vez: el Departamento Antinarcóticos de los Estados Unidos (la DEA) es una agencia creada para financiar las operaciones encubiertas de todas las otras agencias de inteligencia americanas en el exterior.
Y pensemos que el término operaciones encubiertas significa escondidas -primero que todo- del pueblo y del electorado de los Estados Unidos. Así que su financiación no puede aparecer ante el fisco norteamericano, ni ser detectada por los entes de control federales, que allá funcionan muy bien, por lo que deben financiarse y realizarse con dinero no rastreable, lo que significa dinero que no haya sido lavado, de procedencia inexplicable o desconocida.
De tal manera que las operaciones encubiertas son llevadas a cabo no por el pueblo norteamericano, sino a sus espaldas, y constituyen acciones como la desestabilización de economías nacionales, golpes de estado y magnicidios, acciones que son realizadas en el exterior para favorecer los intereses no del pueblo norteamericano -que las ignora o confunde desde lejos con la barbarie natural de las democracias incipientes-, sino los intereses corporativos de la CIA y los llamados halcones, que prueban que la advertencia del presidente Dwight Eisenhower sobre el complejo industrial militar era absolutamente correcta: en los Estados Unidos, hoy son tantos los secretos militares que el pueblo norteamericano ya no sabe quién lo está gobernando. Es la razón por la que, en las últimas elecciones, se haya visto interferencia mutua de los dos países.
Y en Colombia, recordemos a los jóvenes migrantes del hermano país regalando bolívares y dinero venezolano en el TransMilenio de Bogotá, hace cuatro años, colaborando sin saberlo en una operación de sabotaje sin precedentes dirigida contra la economía de su propio país, durante la pasada campaña presidencial. El costo ciclópeo de semejante operación no tiene importancia, ya que era financiada por el narcotráfico y se cumplían dos objetivos.
Resulta así oportuno recordar también el convoy de tractomulas repletas con dinero venezolano descubierto en Paraguay en esos mismos días en que se preparaba simultáneamente el golpe de estado contra el presidente Evo Morales en la vecina Bolivia -segundo productor de hoja de coca en el mundo- para ser reemplazado por la abogada Jeanine Añez, casada con el político colombiano Héctor Hernando Hincapié Carvajal, ambos cuestionados por vínculos con el narcotráfico.
Esta alianza tenebrosa ya había sido expuesta en 1996 en los Estados Unidos por el periodista Gary Webb, ganador del Premio Pulitzer por la investigación que tituló de ese modo y muerto en una escena de suicidio que acumula dudas desde entonces. Y no podemos dejar de ver que en el día de hoy, en la era de la informática y las comunicaciones, las redes de organización criminal están intercomunicándose y explorando en todo el mundo maneras y métodos para apropiarse del poder político.
Y es así como en Colombia nos encontramos viviendo una operación de corrupción rápida de la mentalidad nacional que, en un giro de pocos días, ha logrado el absurdo jurídico dentro de las formas políticas de una democracia de tener en segunda vuelta por la presidencia a un ciudadano sub iudice, esto es, reo de un juicio en curso.
¿O acaso esto es posible en la democracia americana? Desde luego, la pregunta sería ofensiva en los Estados Unidos y su respuesta tan elemental que no requiere ser formulada verbalmente siquiera.
Representa el atropello y el desprecio de principios tan elementales en la estructura de una democracia como el principio de que no puede haber un presidente con jefe, o que la presidencia no puede ser objeto de compra o venta como una posesión personal.
De manera que la erosión de todos los principios éticos que hemos visto en las instituciones y la mentalidad de Colombia en las últimas décadas excede todos los parámetros de la degradación social y responde a causas muy profundas. Pero sin duda, la primera de ellas es el narcotráfico.
Recordemos a vuelo de pájaro cómo apareció en la historia de Colombia durante el gobierno de Julio César Turbay Ayala (1978-1982), momento a partir del cual la economía nacional entra en el mapa de los mega-negocios orbitales y se configuran las estructuras del crimen organizado conocidas como los carteles de la droga.
A partir de ese momento, el narcotráfico irrumpe como factor determinante en la economía del país, de tal manera que su colosal poder económico -nunca antes visto en Colombia- permea muy rápidamente las instituciones, la sociedad y la mentalidad popular, creando el mito del dinero fácil y la fiebre de enriquecimiento inmediato, que pide arrojo y astucia para asumir riesgos y burlar la ley, en vez de trabajo y constancia para alcanzar riqueza y reconocimiento social.
Durante el gobierno siguiente de Belisario Betancur (1982-1986), el flujo de dólares ya es tan patente que su caudal amenaza ser absorbido por las estructuras armadas de la guerrilla de las FARC, de manera que el presidente Betancur inicia los primeros diálogos de paz con los diversos movimientos guerrilleros. A mitad de su gobierno, el complejo cocalero de Tranquilandia es allanado y destruido, por lo que el asesinato del ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla como retaliación por ese golpe marca el inicio de la guerra contra el estado, declarada por Pablo Escobar al diluirse las posibilidades de continuar su carrera política.
Vendrá luego la reingeniería de los carteles originales que -muerto finalmente su máximo líder- se reciclan ahora en movimiento paramilitar para disputarle el negocio a la guerrilla desde el lado del estado, del que se hace socio operativo. Establecida la sociedad y descubierto el sistema de infiltración del estado, el movimiento paramilitar comienza ahora su transformación en movimiento político, proceso que tiene su punto culminante con la presentación de Salvatore Mancuso como héroe nacional ante el Senado de la República, siendo el máximo comandante paramilitar que luego -en el curso de su colaboración con la justicia dentro del proceso de Justicia y Paz que hizo posible la reingeniería de todo el movimiento paramilitar- declarará describiendo la forma en que lograron infiltrar “todas las instancias del poder”.
En 2020, en el penúltimo episodio de este desarrollo histórico se descubre un complejo cocalero en la finca de Fernando Sanclemente -en ese momento embajador en Uruguay- quien como director de Aerocivil había tenido a su cargo la reconstrucción del aeropuerto El Dorado y dirigido el emplazamiento y la remodelación de todas sus bodegas, lo que vino a poner en evidencia la presencia operativa del cartel de Sinaloa y las estructuras criminales mexicanas en Colombia, como dueñas del aparato de distribución internacional y mercadeo global.
En este año 2022, en esta segunda vuelta de la elección presidencial se jugó una batalla decisiva en la evolución de la consciencia nacional: el último episodio en la gesta histórica de un país que, con la decisión indeclinable de alcanzar el estatus de dignidad que su pueblo merece en el concierto de las naciones, lucha heroicamente desde hace décadas por liberarse de la tutela de la violencia y el crimen organizado.
P.D. Para tener una visión más completa de la coyuntura histórica, ver los siguientes documentales subtitulados en español:
1) Why We Fight (las razones de la guerra) https://www.youtube.com/watch?v=0voKYgwG2tI&t=3s
2) Matar al Mensajero (historia de Gary Webb) https://www.youtube.com/watch?v=UbmXX4djv2M