La mala educación
Opinión

La mala educación

Cartas a Horacio

Por:
julio 19, 2013
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Santiago, 7 de julio de 2013

Querido Horacio:

Entendiendo por ella no la falta de buenos modales sino de una cultura general básica, estoy harta de la mala educación... y por supuesto, también de la falta de buenos modales, pero esa es otra historia. Y, por favor, ni se te ocurra atreverte a darle un sentido político a mi frase, aunque tú creas que lo tiene, porque siempre he pensado que hacer de la educación una consigna política es parte de esa mala educación. Te daré ideas sueltas y ya tú me dirás que piensas de todo esto.

Hace poco, Diego Aristizábal, periodista de los buenos, a mi parecer es uno de los mejores

que publican en Colombia, habló en su columna del diario El Colombiano sobre la escritura. Dijo Diego: «Todos, sin importar la profesión, deberíamos saber escribir, así sea lo mínimo. En algún momento hay que mandar una carta, una solicitud, un mensaje de texto, etc., y tener que pensar qué quiso decir la otra persona porque lo escrito no se entiende es algo gravísimo». Cuando leí eso, pasaron por mi mente, como en forma de video, miles de momentos en los que tuve que descabezarme tratando de entender los textos escritos por algún profesional.

Diego observó en su columna, con tristeza, el caso de un profesor de MBA que fue amonestado por querer enseñarles a escribir bien a sus  alumnos. Yo tengo la certeza —y esto no es tan difícil de comprobar en el día a día— de que los estudiantes universitarios y luego los profesionales están muy seguros de que el solo cartón les da el conocimiento; otros creen que se los da el poder que tienen y con el cual —conscientes o no— educan.

Tú bien sabes, porque me conoces desde hace mucho tiempo, que no soy precisamente una puritana del lenguaje, ni blando el diccionario de la RAE como blanden la biblia esos evangélicos que se lanzan a predicar en el Paseo Ahumada; pero sí creo —aunque esto es, como toda opinión, perfectamente controvertible—, que la escritura es un reflejo de nuestra educación y en el proceso de escribir correctamente bien no solamente intervienen los profesores del colegio o los de la universidad.

Creo que cada persona debe desarrollar, o tiene desarrollada, su propia curiosidad, su propia necesidad de aprender. Eso es algo que no debe anestesiarse. La educación es un asunto de Estado, sin duda, pero también un reto personal, y no son pocos los profesionales, ingenieros, médicos, arquitectos, que me han reclamado alguna vez por prestarle tanta atención a la escritura; el argumento es que esas profesiones no requieren escribir bien.

En el instituto donde estudio, la queja generalizada de mis profesores después de corregir pruebas es que no entienden lo que queremos decir y por lo tanto no saben si aprendimos o no la materia. Y la petición generalizada de mis compañeros a los profesores es que nos hagan pruebas de múltiple opción —tipo falso y verdadero— que no requieran de un mayor desarrollo escrito. No estoy generalizando, pero creo que estas cosas dicen mucho de nosotros, tanto como del Estado al que se le reclama todo.

No solo escribir es el indicador de una buena educación; también lo es la forma de hablar, o la capacidad para argumentar en lugar de insultar a la hora de discutir algo. Una de las cosas que más irrita de la polarización que generó Uribe en Colombia durante sus ocho años de gobierno, es que las discusiones sobre asuntos públicos dejaron de ser batallas libradas en el campo de la razón, con las ideas como armas, para ser peleas de lanzamiento de amenaza y escupitajo libre; y no hablo de gente sin educación formal, muy por el contrario, hablo de profesionales universitarios. La mala educación no es sólo característica de uribistas recalcitrantes, lo es también de antiuribistas.

Me atrevo a ir más allá y decir que el mero hecho de que miles de personas en Colombia se definan por la aceptación o el rechazo hacia una persona —no me importa que haya sido un presidente y no estoy cuestionando su importancia, si la tuvo, en el proceso histórico del país—, me parece una muestra clara de las carencias no solo del sistema educativo, sino de nuestra propia capacidad para cuestionarnos, para contrastar, para aclararnos en lugar de oscurecernos.

Ya no hablemos de que ese mismo expresidente es un ejemplo de grosería pública constantemente, desde Twitter o desde donde le permitan hablar; y muchas veces quienes responden a sus ataques, seguros de que por el simple hecho de estar del bando contrario lo harán mejor, caen ellos mismos en la misma espiral de intolerancia.

El caso del procurador, por ejemplo, me provoca impotencia. Normalmente cuando leo sus declaraciones sobre temas tan delicados como el matrimonio homosexual o el aborto, necesito una botella de Mylanta cerca. Cuando el presidente de la Cámara, Simón Gaviria, reconoció que ‘leyó por encima’ la declaración de conciliación de reforma a la Justicia ¡antes de firmarla!, me dio tanta rabia que preferí apagar el televisor. Es la misma rabia que siento cuando alguien me dice que leer no garantiza nada; que la buena ortografía es prescindible; o cuando una profesora de colegio me contó, desconsolada, que una mamá le hizo un escándalo mayor porque les mandaba a leer libros muy largos a sus hijos y más encima con ‘letra muy chiquita’.

Mi amigo Ricky Mango escribió hace un tiempo un artículo esclarecedor donde confesó que de las acepciones que entrega el diccionario RAE para la palabra cultura, su preferida es “cultivo”. Dice Ricky: «Para mí, cultura es cultivar. Los artistas, los científicos o los fabricantes de cestos de enea cultivan su disciplina de manera no muy distinta a como un jardinero cultiva una flor: siembran, riegan, roturan, podan o fertilizan hasta conseguir una complejidad útil, reveladora o, simplemente, hermosa. Los que disfrutamos de sus creaciones, en cambio, analizamos, comparamos, reflexionamos, descubrimos... y, si insistimos lo suficiente y somos honestos, llegamos más allá».

Suscribo esas palabras, también eso es para mí la buena educación. Y quiero añadir, para concluir, que a veces olvidamos lo básico, que educación viene de educar; que educar es un compromiso de otros —papás, colegio, universidad— con uno, pero también, y no menos importante, de uno consigo mismo.

Besos,

Laura

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