En el libro ¿Qué fue de los intelectuales?, el italiano Enzo Traverso afirma con razón que aquellos desde hace por lo menos tres décadas fueron opacados, cuando no silenciados, por el auge de los mass-media y por los poderes hegemónicos de la política y la industria.
No obstante, como bien sabemos, en muchos países —menos en Colombia— los intelectuales han sabido aprovechar, parece decirnos Traverso, el poder y la cobertura de los medios de comunicación masivos para insertarse en la esfera social o bien reclamar el lugar perdido dentro del ámbito del debate público.
Recuerdo los casos de Ricardo Piglia en Argentina o de Juan Villoro en México, cruzando puentes entre su saber erudito y el diálogo con una generalidad a través de la televisión.
William Ospina, en quien reconocemos al autor de poemas, novelas y ensayos de amplia aceptación en Colombia y en otros lares, salta de su reducto libresco y de su columna de opinión en El Espectador para erigirse como adlátere ilustrado del candidato a la presidencia que se batirá en las urnas contra Gustavo Petro, el aspirante que mejor interpreta las necesidades de un país varado en la tierra baldía del uribismo.
Creo que el primero en sentirse perplejo, desconcertado y asaltado en su buena fe es el mismo William Ospina. Creo que ni él mismo imaginó hasta dónde llegaría esa chalupa convertida en un boyante transatlántico por obra y gracia del azar, cuando no de las volteretas que dan democracias tan imperfectas como la nuestra.
Ospina es autor de Es tarde para el hombre, América Mestiza y Pa' que se acabe la vaina, entre otros libros de ensayos donde apuesta por una a veces no lograda del todo mirada crítica sobre el devenir de Latinoamérica y de Colombia.
Su pluma combina dos frentes de defensa: la tradición indígena de nuestros pueblos y la necesidad de superar —mediante la voluntad del pensamiento y la creación estética— el eterno conflicto, en verdad atávico, que hemos vivido en Colombia desde los tiempos de la Colonia.
Damos testimonio de que en sus páginas reflexivas, Ospina ve con buenos ojos el diálogo, la inclusión social, la lucha femenina, la recuperación del pasado y la preservación del medioambiente, aunque también se advierte su cercanía a la sensatez, el argumento y el liderazgo responsable. Paradójicamente, todos atributos de Gustavo Petro y no, jamás, nunca, de quien el ensayista secunda de cara a la Presidencia de Colombia.
Podemos decir que, más allá de la poesía y de la novela, el ensayo es el vehículo que puso a William Ospina en el escenario letrado de nuestro tiempo. Sin embargo, vale preguntarse, siguiendo a Traverso: ¿logra con sus ensayos y su columna de opinión William Ospina tener el suficiente anclaje en el espacio público que le permita representar el rol de intelectual ante una amplia generalidad social?
Me temo que la respuesta, si salimos del círculo selecto integrado por lectores-lectores, académicos y público cautivo, es negativa. Y todo porque William Ospina es un autor de tono y maneras decimonónicas, y en tal sentido es bastante comprensible que hoy acompañe como asesor (y "futuro" ministro de cultura y ambiente) o consejero espiritual a un candidato presidencial que encarna con rotundo y hasta morboso énfasis la desfachatez y la demagogia.
Porque es un autor con visado hacia el siglo XIX es que se ha propuesto en secreto "educar y civilizar" a la nación gracias a las puertas que se abren a manos del energúmeno elevado a la categoría de futuro presidente de la República. Un error que Ospina reconocerá en secreto dentro de algunas semanas tal vez.
William Ospina es un intelectual desligado de toda la sevicia que se vive en redes sociales. Su reducto, repetimos, se limita a la biblioteca, a la prensa, al cenáculo que frecuenta en distintas ciudades de provincia y que lo venera hasta la genuflexión.
Ospina no conoce ni al país político ni al país nacional, que imagina incluso en sus ensayos, a sabiendas de que el ensayo, en todo caso, tiene la posibilidad como género de brindarnos un cierto modo de construir el mundo.
Pero en Ospina el ensayo es mapa de un país que es más letra que realidad cruda y dura, a sabiendas de que la letra, claro, también es un modo de realidad.
Y por todo esto es que William Ospina salta a los reflectores en medio de una contienda política que lo que menos quiere es escuchar a los intelectuales, a menos que estos empiecen a improvisar discursos sobre números, estadísticas, presupuestos, proyecciones macro-económicas y otras yerbas de las cuales Ospina no tiene ni la más mínima idea.
Preferimos a William Ospina en el territorio lúcido del ensayo, no en la vorágine atrabiliaria del error en el que lo tienen tal vez la ingenuidad y la ambición de poder.
¡Ah, los poetas y su anhelo por ocupar un butaco en la República de Platón!