A los seis años supo que le gustaban los niños. El pequeño Carlos se encerraba en el cuarto al arrullo de una veladora y le pedía perdón a Dios de rodillas.
Lo normal, le decía su padre, el suboficial más antiguo y condecorado del Ejército, era que los niños se enamorasen de las niñas.
Desesperado, decidió ser sacerdote. Entregarle la vida a Dios le libraría de la tortura de su destino.
Pero no pudo. La trashumancia de su padre, quien a principios de los años ochenta trabajaba en la inspección del Ejército y era el encargado de vigilar los batallones en todo el país
Para evitar el matoneo que despertaba su amaneramiento, Carlos se convirtió en el colegio en el más cansón, en el que ponía apodos.
Al cumplir los 18 decidió contarle a su papá que su gusto eran los hombres. Inmediatamente lo sacó de la casa pero Carlos nunca se fue
Hoy en día, el viejo militar sabe que su hijo es mucho más que una loca hablando de chismes por televisión. Como él, fue un héroe que trazó su camino a pesar de la adversidad.
Es por eso que ahora, cada vez que puede, tiende su cama y le cocina el desayuno. A Carlos, las cosas prácticas, nunca se le dieron.