La lucidez de un ideal puede nublar la crítica que le engendra. En este decisivo momento no es difícil que la inconformidad y desesperación ante lo conocido, nos orille a caer en la ignorancia, nos lleve a mal-pensar, mal-ver, mal-actuar, mal-votar.
En un ahora donde en los discursos políticos priman la bondad, el patriotismo, la humanidad y el papel heroico del concepto de “honorabilidad” no es difícil que, obnubilada la visión, vacías las manos y desprovistos de credibilidad, nos aferremos a unos labios que, ansiamos, estén en límpida conexión con el accionar de su dueño, cuyos raciocinios profieren esperanza.
Que las pérdidas no nos hagan extremistas sin consciencia, lacayos adrede, víctimas de un saqueador distinto.
La política, no únicamente la colombiana, pero siendo esta el escenario de deshonra y evasivas que nos compete, se ha prestado para servir de escalinata a tantos oportunistas y verdugos han contado con la inteligencia, o al menos el apoyo necesario, para articular una vehemente perorata en cuyo acento pareciera residir su nivel de convicción.
Somos una sociedad fascinada con la divinidad de las palabras, fanáticos del mundo de ensueño que nos dibuja una buena prosa, vendemos nuestra lealtad a la más elaborada arenga. Nuestros políticos son todos unos oradores, artistas de la palabra, maestros de la entonación; entre sus acostumbrados artilugios, imposible descartar una recopilación completa de sus buenas obras; incluso las más privadas salen a la luz.
La técnica de la compasión como inversión, el regular llamado a evocar la puesta en práctica del preciso deber político, que en narraciones anecdóticas se convierte en una lista de las más épicas y altruistas hazañas.
Es ahora, en medio de los agites, las polémicas, las necesidades y los intereses, cuando han de desplegarse, sin tregua ni vergüenza, los arsenales compuestos de promesas, felicitaciones, invitaciones… tretas que van desde elegantes cenas con los copartidarios hasta reuniones y chocolatadas en los sectores de los más bajos recursos, quienes suelen recibir una visita sin falta cada cuatro años, una constante más predecible que el pan, el techo, la educación, la salud y la vida; como si con el espeso líquido se pretendiese dar la cálida sensación de saciedad y compañía, como si el compartir en torno al fuego pudiese perturbar las pupilas de las gentes, las comunes unidades; objetivo presa de los arribistas.
¿Qué dirían nuestros primitivos ancestros, dueños de las llamas, al ver una práctica tan íntima empleada por sujetos falsos dedicados a repartir falsas sonrisas, falsos alicientes, falsas palabras?
Una completa vulgarización de las más milenarias costumbres. Momentos de encuentro con ciudadanos de a pie, que ven llegar a tales sujetos en sus llamativos autos a sus barrios, nunca a pie, cargados de promesas y afabilidad, cual escena hubiésemos visto ya en los libros de historia referenciando la época de la colonización.
Evoquemos que en todo este escenario decadente debe haber aún lugar para personajes comprometidos con la sensibilidad y el bienestar del pueblo. El relato apropiado no profesa odio, ni pinta de lóbregas tonalidades desteñidas desesperanzas.
El relato apropiado invita a ver con claridad crítica y realista las vastas posturas y sus representantes que, ineludiblemente, inciden en el contexto común, tal crítica debe evidenciarse en la puesta en práctica del ejercicio democrático, quien no vota se somete a lo que los demás decidan; invita a ser atentos, sigilosos como aves en la expectativa cuando se dé pie a la escucha, ruidosos y salvajes como fieras en tanto la dignidad peligre y deba defendérsele, razonables como hombres cuando de analizar se hable, y sensibles y protectores como hijos, cuando de defender a nuestra patria se trate.