La escena se viene a mi mente desde siempre, como uno de esos recuerdos que sobrevenían en Proust en sus noches de insomnio asmático: la abuela acercándose a la cama y llevándonos una cuchara de olor dulce. Era aceite hígado de bacalo. A pesar de lo horrible que sabía la abuela nos convencía de que había que tomarlo si queríamos ser grandes y fuertes. Me siguieron dando el aceite hasta la adolescencia y por culpa de ello me engordé como un hipopótamo y me salieron granos como si fuera una piña. Yo no sabía ni quien había inventado ese frasco del pescador con los dos bacalaos. Yo no sabía nada.
No sabía que ésta pócima fue creada en 1841 por Alfred Downe Scott, quien era un científico que a mediados del siglo XVIII realizó una visita a las playas de Noruega. En esta travesía observó que la mayoría de sus habitantes eran muy longevos y además poseían gran fortaleza. Para sorpresa de Alfred, descubrió que dichas cualidades eran consecuencia del alto consumo de bacalao – el pescado más abundante en la región. Alfred veía como los pescadores comían desaforados el bacalao. Alfred descubrió que el aceite generaba un colesterol “bueno”, que ejercía una acción preventiva sobre el sistema cardiovascular y generaba un sistema inmunológico envidiable. Además, el aceite de hígado de bacalao, contenía un alto porcentaje de vitaminas A y D. Años más tarde, con base en diversas investigaciones, Alfred Scott diseñó su famosa emulsión, la cual es considerada una de las de uso comercial más longevas en la historia.
Y entonces arrasaron el mercado hasta el punto de que 180 años después sigue tratándose no sólo para evitar la anemia sino también para el asma y otras enfermedades. Desde mediados de los noventa se vienen sacando al mercado con otros sabores lo que ha aliviado un poco el mal sabor que lo caracterizaba. Ya se convirtió hasta en un placer consumirla.