Decía don Hernán que lo único que tenía por familia eran sus libros y sus palomas, porque su voluntariosa errancia no le permitía apegos entrañables.
A sus 80 años, el librero ambulante se había recorrido medio país arrastrando su baúl de balineras donde almacenaba sus libracos. Y a donde fuera lo seguían sus palomas, una docena, de las más fieles en su itinerario: Elegancia, Mambrú y Ulises, algunos de estos nombres extractados de la cantidad de obras literarias que había leído.
Don Hernán Betancur, oriundo de Angelópolis (Antioquia), con su boina de dril y su bufanda mentolada, quiso ser de joven escritor, pero el destino se le enrevesó con oficios contrarios, hasta que se decidió por el de librero de correrías en calles y plazas de ciudades y provincias, y en los alrededores de Corferias, cuando advertía anuncios de la Feria Internacional del Libro de Bogotá, a donde llegaba con su carromato de madera a buscarse el sustento con sus libros de viejo.
Porque Betancur, en su homérica trashumancia, también aprendió a curar y restaurar esos libros caídos en desgracia que los mercachifles al por mayor arruman a precios irrisorios en bodegas y tenderetes de asfalto: don Hernán los limpiaba, los remendaba, le renovaba sus carátulas, recobraba con pegante sus hojas averiadas. Y, tan cuidadoso era, que los forraba “para prolongarles la vida”.
“Los pongo bonitos —decía— para leer y para la venta, porque el libro es un vehículo amoroso de saber y conocimiento, y hay que compartirlo como el pan”.
En ese proceso, Betancur revivió cientos de libros, textos académicos, científicos, filosóficos, y de todos los géneros de la literatura universal. Solía preguntarle si en tiempos difíciles, como los que nos acontecen, se podía sobrevivir de vender libros usados, y sin lugar a pausas respondía:
“Nunca he malhayado de lo que me gusta hacer. La clave está en persistir y en no dejarse agobiar por la adversidad, que a su vez deja sus lecciones y te hace más fuerte. Jamás he pasado un día en blanco ni me he acostado sin comer, ni ha faltado el maíz de mis palomas. Cuando nadie arrima a mi puesto, me pongo a leer y eso me nutre sobremanera”.
Lo atestiguaba don Hernán Betancur, que en su trasegar y sabiduría recitaba de memoria estrofas de Dante, Milton y Homero, y a los bardos de su Antioquia Grande como Carlos Castro Saavedra, Porfirio Barba Jacob, Jorge Robledo Ortiz, y uno de sus preferidos, Luis Flórez Berrío, de quien en su dulce voz de abuelo paisa declamaba en voz alta el poema La paz cansada, bálsamo para épocas de odios y resentimientos, mientras Elegancia se entronizaba en su cabeza como simulando atención a sus versos:
La paz no tiene paz, nació cansada, / creció enfermiza y navegó en la sombra, / Dios que la quiso tanto no la nombra / y en sus milagros la dejó olvidada. / Todos la piden blanca y es morena... / desconoce la voz de los pastores; / la paz, ni en la penumbra que se asoma / callará sus lamentos desiguales.
No la tiene el poeta, ni el gitano, / ni el mago ni el monarca, ni el coloso / ni siquiera la tiene el perezoso... / o el enfermo...o el triste...o el profano. / ¿qué ha sido nuestra paz? puerto sitiado, / barandal de impresión, fragmento raro, / trapecio de crueldad, costa sin faro / y efímero capricho desvirtuado!
La paz con su desplante de querellas, / fingióse catedral de fantasía; / y el hombre Dios que de la paz venía, / nació sin paz y falleció sin ella.
Fue por Óscar Montero Arana, el escribano del amor, que al calor de un tinto en los alrededores del Centro Nariño, me hizo caer en cuenta de la ausencia del viejo librero y sus palomas.
—La última vez que lo vi—, le dije a Montero Arana, fue en la Plaza de Bolívar de Tunja. Estaba instalado con sus trebejos y palomas frente a un almacén de accesorios de fotografía y revelado. Me contó que iba para Chiquinquirá, al encuentro de escritores, y que le daba pesar no poder volver a la Feria del Libro de Bogotá porque la policía le ponía problema por ocupar los predios del espacio público. Pero eso fue mucho antes de la pandemia.
-Yo también tuve mi cuartico de hora, pero no afuera sino dentro de la feria —apunta el escribano del amor—. Doña Martha Josefina Alonso, querida y recordada jefe de prensa de la Feria del Libro, intercedió para que me permitieran instalarme, sin pagar, a la entrada de uno de los pabellones. Ahí duré como unos cuatro años, hasta que llegó una nueva administración y me advirtieron, que si quería continuar, debía cancelar el alquiler de temporada, pero eso me salía muy caro, y los versos, los acrósticos y las declaraciones de amor que yo escribo con pluma de ganso, a tinta china y en papel pergamino, solo me dan para sobrevivir.
Pienso que algo similar pasaría con don Hernán, que ya vencido por los años, estará, si Dios aún lo tiene con vida, recluido en algún geriátrico de caridad, porque según él no tenía a nadie en el mundo. Sólo su cuadrilla de amorosas palomas y su trajinado baúl rodante de libros viejos.