Confieso que me resulta de un atrevimiento rayano en la injusticia el intento de criticar en el poco espacio esta columna un libro de Carlos Granés tan sobresaliente como lo es Delirio americano. Una historia cultural y política de América Latina. Historia que empieza en 1895, con la muerte de José Martí en Cuba y que clausura la de Fidel Castro en 2016. Historia del “largo siglo latinoamericano” como lo llama su autor, quién se esfuerza en dar cuenta del mismo ocupándose de prácticamente todo lo que ha resultado relevante tanto en el plano cultural como en el político a lo largo y ancho del continente en ese período. Creo que ningún país se ha quedado fuera, como tampoco ningún acontecimiento artístico y cultural destacado ocurrido en cualquiera de nuestros países. Las revoluciones, los golpes de Estado, las guerras o los ascensos y las caídas de los regímenes liberales, comparten páginas en esta obra con lo ocurrido en la pintura, la escultura, el teatro, la música, la fotografía, el cine, el video arte, las performances y las instalaciones. Como él mismo confiesa y ratifica su nutrida bibliografía esta obra es el resultado de diez años de infatigable trabajo.
Advierto que no se trata de un simple relato ordenado de tales acontecimientos. Es, y de manera contundente, una historia que hace suya la tesis de Benedetto Croce: “la historia es la historia de la lucha por la libertad”. La que me ha traído a la memoria un libro que cabe citar como antecedente: Entre la libertad y el miedo de Germán Arciniegas. Aunque el libro de Granés le sobrepase en términos de amplitud de cobertura histórica y de complejidad y sofisticación analítica, coincide con él en hacer de las vicisitudes del liberalismo en nuestro continente su eje y su propósito fundamental.
Croce acuñó su fórmula para oponerla a la también muy célebre de Karl Marx de que la lucha de clases es el motor de la historia. Que es una invitación a pensar que los acontecimientos, las acciones y las reacciones de toda índole que agitan la cultura y la política tienen como motor los conflictos de intereses entre las distintas clases en las que se divide la sociedad. La adhesión de Granés a la tesis de Croce le lleva a omitir en su relato tanto los intereses de clase que han estado cada ocasión en juego, como las condiciones materiales que han determinado dichos juegos. Esta omisión introduce un sesgo de unilateralidad en sus análisis y le lleva a incurrir en confusiones que como historiador no tendría que haberse permitido. Para él las revoluciones tienden a confundirse con los golpes de Estado simplemente porque algunos de los más importantes, como el golpe militar que derrocó a Perón en 1955, se autoproclamó como una “revolución libertadora”.
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Confunde la naturaleza de los golpes de estado militares: para Granés es lo mismo el golpe militar del general Velazco Alvarado en el Perú que el del general Pinochet en Chile
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Igualmente confunde la naturaleza de los golpes de estado militares: para Granés es lo mismo el golpe militar del general Velazco Alvarado en el Perú que el del general Augusto Pinochet en Chile, a pesar de que el primero promovió la reforma agraria, nacionalizó los recursos naturales, adoptó la política de no alineamiento internacional y le dio el rango de lengua oficial al quechua y el del segundo hizo todo lo contario, convirtiendo a su país en el laboratorio de experimentación del modelo neoliberal que luego se exportó al resto del mundo. Estas diferencias efectivas -que de hecho benefician a unas clases sociales en detrimento de otras- son anuladas por Granés con el argumento de que tanto revoluciones como golpes de Estado tienen en común el autoritarismo, entendido como negación o intolerable restricción de las libertades individuales. Argumento al que añade el de que el caudillismo, sumado al autoritarismo termina defraudando las esperanzas puestas en proyectos como los defendidos por las revoluciones mexicana, cubana o venezolana.
La omisión de las condiciones materiales de la vida política le impide además explicar adecuadamente el sentido de teorías y movimientos culturales protagonizados en la primera mitad del siglo XX por Rubén Darío, Lugones, Dr Atl, Vasconcelos, Haya de la Torre o Mariátegui, que sin embargo se entienden mejor cuando se los asume como imaginativas respuestas a los regímenes políticos mayoritarios en el continente, en la que la letra democrática de sus Constituciones era negada en los hechos por racismo, el clientelismo y las abismales diferencias en términos de propiedad y de ingresos. Y en los que la afirmación de la soberanía nacional, consagrada igualmente en los textos constitucionales, la convertía en su caricatura la sistemática intromisión en sus asuntos internos de los Estados Unidos de América. Contextualización que permite así mismo una mejor comprensión del que, junto con el nacionalismo, es la bestia negra de Granes: el populismo. Que a Granés le parece el principal producto político de exportación de nuestra América y que hay que considerar como una respuesta a la imposición del neoliberalismo a escala continental y a las devastadoras consecuencias económicas y sociales que tanto hemos padecido. Un modelo cuyo emblema es precisamente la libertad individual y que al cabo de décadas de infiltrar y pervertir las instituciones estatales ha fracasado tanto o más que los nacionalismos y los populismos denostados por Granés. A las pruebas me remito.