Es un hecho bien demostrado que los resultados de las acciones bien intencionadas no son necesariamente buenos, a no ser que se sustenten en el conocimiento, la razón y el mutuo acuerdo. Varios son los ejemplos de cómo las buenas intenciones, cuando no están bien encaminadas, pueden terminar en desastre.
Pensemos no más en Duque, hombre perfeccionista y de buenas intenciones, cuyo único propósito ha sido beneficiar a Colombia, a su partido (y a sus amigos), pero su mala gestión lo ha llevado a lograr todo lo contrario. De ahí que me sepa mal que alguien después de cometer una embarrada diga “fue con buena intención” o “la intención es la que cuenta”. Y la verdad es que no.
Lo que debe juzgarse son los resultados no las intenciones. Pues a la víctima de un “benefactor” la intención es lo que menos le importa. En unos casos, hacer algo por alguien sin permiso o solicitud del que se ayuda puede generar más mal.
En primer lugar, se puede pasar por entrometido al inmiscuirse en la vida de alguien y de paso se le está diciendo que es un inútil que necesita de otro para resolver sus asuntos y no se le está dando la posibilidad de aprender.
Algunos políticos “bienintencionados” al atacar las decisiones de la Corte pasan por intransigentes y poco respetuosos de la ley, lo que ocasiona el enojo de los magistrados y de la verdadera gente de bien, cosa no tan buena.
La ayuda no solicitada que le dan al Fiscal diciéndole a quién debe y no investigar es otro típico caso ¿Cómo se sentirá el pobre de Barbosa cuando políticos y delincuentes, cómo saberlo, le dicen cómo tiene que hacer su trabajo?
En segundo lugar, se hace el mal al hacer lo que se considera conveniente para uno, sin que para el otro lo sea. Para Hitler era conveniente eliminar a los judíos y resultó armando un lío de los mil demonios. Para Uribe era un acto noble y de heroísmo hacerse reelegir y mire en lo que acabamos.
Acaso esto no explica el por qué muchos políticos defienden el fracking o atacan la despenalización del aborto, o salen en sus alocuciones encomendando al país a la señora Virgen del Carmen, o cambiando términos como masacre por asesinato colectivo o desplazados por migrantes.
Todo, por supuesto, con las mejores intenciones. En otros casos, la falta de información o la excesiva fe en ideas irracionales pueden hacer que las mejores intenciones terminen en desastre y generen mayores males que los que se pretendían solucionar.
Pensemos en los antivacunas o en los que votan contra la paz para que sus hijos no se vuelvan homosexuales o en la fe irracional hacia Uribe que hace a muchos hacer el ridículo o incluso llegar al despropósito de hacerse elegir presidente.
Añadamos un caso más cercano: el de los adultos poco informados que les dan dulces y gaseosas a los niños con la intención noble de despertar en ellos una fugaz sonrisa, pero no se dan cuenta de que les están creando las condiciones futuras para un cáncer, una diabetes o unas churrias.
Estamos llenos de infames que se escudan en las buenas intenciones y terminan haciendo el mal. Por eso propongo erradicar aquello, que les hacía a los curas decir hace cincuenta años que matar liberales no era pecado, y nos fijemos más en los actos y sus consecuencias.
El único consejo que puedo dar, ahora que las elecciones se acercan, es que cada que escuche a alguien decir “tengo las mejores intenciones”, ponga pies en polvorosa, no vaya a ser que usted sea la próxima víctima de un “benefactor” despistado. Escrito con las mejores intenciones.