En el principio fue la noche y el cri-cri de los grillos, la grillera, como llaman en el campo a esa clepsidra providencial con la que los viejos labriegos calculaban los tiempos de la siembra y la cosecha, la tempestad y el verano. Si la grillera era pausada y lenta, advertía invierno, pero si se oía acelerada, anunciaba estío.
A ese sonido noctámbulo que emiten los grillos, los entomológos lo llaman estridulación: una suerte de arpegio natural que los insectos producen cuando friccionan los élitros, sus alas externas, una vibración similar a la de los instrumentos de cuerda cuando son ejecutados a mano, o con un arco, como cita el experto José Luis Gallego (La Vanguardia, España).
Esto lo sabía por conocimiento ancestral y matemática primitiva don Martín Rodríguez: agricultor, fundidor, maestro y músico empírico, cuando se aferraba a su tiple para celebrar las arduas jornadas del arado con serenatas dedicadas a su mujer y a sus diez hijos, alumbrado por un par de velas de sebo, o por el sortilegio de la luna creciente que asomaba por las montañas de Tabor y Sacachova, santuarios tutelares de Boavita, paraíso de todos los verdes de la Provincia del Norte y Gutiérrez del departamento de Boyacá, que en lengua muisca traduce punta del sol, cuando era comarca del cacique Tundama.
Esas veladas musicales en el entorno familiar que ofrecía don Martín, con la complicidad de la grillera y otras tonalidades de la noche campesina, marcaron la inspiración y el apego por la música de dos de sus hijos: Javier, intérprete del piano, y Julián, quien se animó por las cuerdas, con las pautas y las instrucciones de su padre en la ejecución del tiple, instrumento con el que a temprana edad se matriculó en las preciadas artes de Euterpe.
La señorita María
En el marco de esas festividades, donde bullía la carranga y otros ritmos como el pasillo, el torbellino y la guabina por doquier, Julián tuvo las primeras noticias de María Luisa Fuentes Burgos, natural de Boavita, la tristemente célebre mujer transgénero que el director de cine Rubén Mendoza dio a conocer al mundo en su premiado documental La señorita María, las faldas de la montaña, que hoy atraviesa una precaria y dolorosa situación en Bogotá, tras haberle escriturado la tierra y el rancho donde vivía a un diseñador venezolano, de quien se enamoró hasta la perdición.
Cuenta Julián que a María Luisa solo se le veía en el pueblo los domingos en misa, en Semana Santa, o en las fiestas de la cosecha, que iniciaban el 4 de enero y terminaban el 7. Una mujer tímida y reservada, que de oídas se sabía que permanecía en su ranchito veredal haciendo de comer en un fogón de leña, y que se ganaba el sustento sembrando maíz o haciendo mandados a los finqueros vecinos, y al cuidado de su vaca, sus perros y gallinas.
Han pasado muchas hojas de calendario de aquellas evocaciones, pero a Julián todavía le resuena la grillera en los oídos. Dice que es como un metrónomo que lo guía y le da las pautas y las claves como compositor, intérprete, productor y arreglista. De esa aritmética de los ortópteros variopintos, que acompasan en la noche la vibración universal, que los científicos remiten al equilibrio del planeta, el consagrado músico se sigue nutriendo.
De cuna musical
"Mi pasión por la música nació alrededor del fogón de leños de la casa, cuando después de la cena mi padre despuntaba el tiple para entonar estrofas que le salían del alma por su arraigo a la tierra donde nos criamos, y la gratitud por todo lo físico y espiritual que nos rodeaba: el amor familiar, los animalitos domésticos, los frutos de la cosecha. Tocar y cantar era la forma de expresar nuestro agradecimiento", dice el maestro Julián Rodríguez Blanco, heredero del sabio Martín, destacado y laureado concertista de guitarra.
Rodríguez Blanco recorre con brújula memoriosa los senderos boavitanos de su naciencia, con las nítidas postales de una infancia poblada de amorosos recuerdos: la romería de los fieles en pos de sus rogativas a la Virgen de las Mercedes, en el Alto de Socachova; las representaciones de Semana Santa con el impactante dramatismo de histriones naturales voluntarios; las escalofriantes historias que los viejos de guaraperías contaban de la violencia bipartidista, con sus arrumes de muertos sangrantes a lomo y paso de mula por los empedrados del pueblo, rumbo a los barrancos de la vereda Chulavita; sus primeros romances de colegial, y las lecciones de música de don Pedro Murillo, recordado luthier boavitano, inventor del simbiófono, instrumento que, por sus dos caras integra el tiple y la guitarra.
"Tuve la fortuna de nacer en un hogar donde se sigue rindiendo culto a la música -comenta Julián-. Esa música de nuestros ancestros, entre inocente, alegre y jocosa, que en mi pueblo se honra por costumbre y estrecha lazos familiares. A falta de luz eléctrica teníamos la luz de la inspiración. Las noches, en casa, antes de irnos a dormir, transcurrían entre el jolgorio de cuerdas y cantos de la música campesina, y los cuentos y leyendas de la tradición oral. Mis primeros flirteos con el tiple de mi padre, salieron del legado vallenato de Julio Bovea y Guillermo Buitrago. Así fui descubriendo la magia que contiene la música y el poder magnético y terapéutico que irradia, tanto del que la ejecuta como del que la oye. Eso tiene su ciencia y su esencia, y uno lo va descubriendo en este camino del arte, que sabe dónde comienza, pero jamás dónde termina".
Con Juan Gabriel
Julián tenía trazada su bitácora con el encordado, y una vez culminado el bachillerato se embarcó a Bogotá con el aliciente de pulir sus conocimientos en la academia, empresa nada fácil para un jovencito provinciano y soñador, de escasos recursos, que llegaba a la capital con un equipaje ligero y la incertidumbre de morir en el intento.
Su primera morada fue Villas de Granada, barrio popular del noroccidente de la capital, donde tomó una habitación en arriendo. Como no tenía guitarra, consiguió un retazo de triplex en una carpintería, y con un micropunta y una escuadra marcó sobre la madera las cuerdas y trastes del improvisado instrumento, para ensayar en sus noches frías y solitarias.
En el transcurso de los días, un vigilante del sector, de quien Julián se hizo amigo, al ver que el muchacho ensayaba con una tabla, le propuso venderle, como se la pudiera pagar, una guitarra que hacía años le había regalado su hija y que él tenía por ahí arrumada. El instrumento le salió por $18.000, que Julián fue pagando por cuotas de $1.000.
Sus ilusiones se fueron concretando cuando empezó a dictar sus primeras clases de tiple y guitarra, a domicilio. Con el voz a voz de un nutrido grupo de aprendices, creció su cotice. Alternaba su pedagogía con sus estudios de música en la prestigiosa academia Luis A Calvo, que fue su base para ingresar al Conservatorio de la Universidad Nacional, donde muchos eran los convocados, pero pocos los escogidos. En ese claustro, Julián Rodríguez Blanco se recibió con méritos como concertista de guitarra, luego de diez años consagrados, con todas las pruebas y exigencias de una de las más estrictas y acreditadas aulas musicales de Colombia y Latinoamérica.
Por esos derroteros de la música y con su guitarra, que es el gran amor de su vida, Rodríguez Blanco ha labrado una carrera brillante que hoy lo colma de orgullo y satisfacción. Ha grabado una docena de discos, ocho en solitario con músicas del mundo (The Beatles, música del Brasil, Argentina, Chile, Cuba, Estados Unidos, México, España, Colombia), cuatro como productor, entre ellos el disco de celebración de los 300 años de la Congregación de La Salle, que integra a más de ochenta países.
En su calidad de concertista, Julián se ha presentado en prestigiosos escenarios colombianos como el Teatro Colón, el Jorge Eliécer Gaitán, el Auditorio León de Greiff de la Universidad Nacional, y el más anhelado por los profesionales de la música: la Sala de Conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango. Antes de la pandemia, era el artista nacional más solícito del calendario de eventos y actividades de Corferias, con un promedio de 300 presentaciones al año.
En agosto de 2016 fue noticia internacional al publicar un tributo a Juan Gabriel, que tituló 'Pasión mexicana'. La anécdota deriva de 2015, cuando Julián sorprendió al legendario cantautor mientras se maquillaba en el camerino del exclusivo Carmel Club, y le interpretó en la guitarra varios de sus clásicos, entre ellos 'Hasta que te conocí’. Cómo sería el impacto que sintió el Divo de Juárez cuando oyó sus melodías en la magistral ejecución de la guitarra, que a escasos minutos de salir a escena, lo acompañó con su voz. Julián quedó de enviarle el disco a México, como efectivamente lo hizo en agosto de 2016, pero no sabe si llegó a sus oídos, porque Juan Gabriel partió a la eternidad el 28 de ese mes.
La cuota musical con su tierra, Boavita, está plasmada en una decena de producciones: con el piano de su hermano Javier, en las composiciones: 'Boavita' y 'Paisaje boavitano'; también en fusiones carranga-vallenato, y carranga-llanero, con el juglar venezolano Cheo Silva, entre otros trabajos, además de sus contribuciones musicales para distintas causas benéficas: el Ancianato de Boavita, la Fundación San Juan Eudes, El Club de Leones, el Instituto Cancerológico, la Fundación Hospitalaria Juan Ciudad, Las Voces del Secuestro, con el recordado Herbin Hoyos Medina. Entre sus proyectos está crear una fundación para jóvenes extraviados en el vicio y la delincuencia, con el fin de brindarles rehabilitación a través de la música.
Julián Rodríguez Blanco ha sido nominado en cuatro oportunidades al Grammy Latino. Ha recorrido medio mundo con su guitarra, invitado a festivales de Suiza, Italia, Francia, Estados Unidos. En Los Ángeles fue distinguido con la Medalla de Plata, en las Olimpiadas de las Artes. En Colombia ha sido congratulado con la Orden de la Democracia Simón Bolívar en el grado Gran Cruz, del Congreso de la República; con la Cruz Punta del Sol, de Boavita, y como invitado de honor en el Festival Internacional de la Cultura de Tunja.
Musicoterapia
De unos años a la fecha, el maestro boavitano de la guitarra viene incursionando en la terapia musical para enfermos de depresión y pacientes terminales, basado en estudios científicos del músico terapeuta norteamericano Kenneth Bruscia y del español Mariano de Vena Salvador, y en su propio método constructivo de rehabilitación y sanación de pacientes con anomalías neurológicas y padecimientos de enfermedades definitivas.
"No es novedad que la música es terapéutica (refiere Rodríguez Blanco). Eso se entiende por razón natural y desde lo clínico, desde tiempos inmemoriales. No hay sino que repasar los descubrimientos terapéuticos de la milenaria cultura oriental y sus efectivos resultados. Para ello es importante auscultar en los traumas, dolencias y eventos tóxicos del paciente, y empezar a despertar su oído. Hay pacientes depresivos que por mucho tiempo han estado negados para la música, y que han preferido sumirse en el silencio y el aislamiento, que son las peligrosas cárceles de la depresión”.
“La música libera esas cadenas angustiantes que acorralan y mortifican la conciencia. Hoy, con más razón, cuando los índices de depresión están disparados y las enfermedades mentales a la orden del día en todas las edades y estratos, consecuencia de los estragos que ha dejado la pandemia y las pésimas condiciones de vida: esa lucha desaforada por cumplir contra lo imposible, las imposiciones del capitalismo a ultranza, la esclavitud del trabajo como supervivencia, la crisis económica, la falta de oportunidades, el desgaste emocional, la carencia de afectos, la agresividad, etc. Está comprobado que la música nos sana y nos salva".
Que lo diga el maestro Julián, que durante el prolongado confinamiento, que lo agarró en Santa Marta, aprovechó para escribir y musicalizar treinta composiciones, entre ellas un homenaje a Juanes y otro a ChoQuibTown, con miras a producir un doble compilado. Otro de sus proyectos, grabar un sinfónico con su guitarra, de la media docena de guitarras del mundo, su mayor tesoro, que son sus compañeras inseparables en su estudio del sector de Metrópolis, en Bogotá. Hace un mes ofreció un recital en el auditorio Teresa Cuervo Borda, del Museo Nacional, con un repertorio variado de la geografía musical colombiana. El auditorio, en pleno, cantando y coreando vallenatos, con un clima y una alegría de festival, en una ciudad que tiene fama de fría y apagada. La música es terapéutica, usted lo asegura, maestro.
"La música es mi razón de ser y mi guitarra mi amada. Tengo poderosas razones para reafirmar su poder revitalizador: me ha curado de muchos males, me ha hecho mejor ser humano, comprensivo, humilde y solidario; me ha salvado de los infortunios de la vida, de la indiferencia del hombre, de su ingratitud y soberbia; y me ha hecho ver con más transparencia la vida y el mundo, el breve y valioso paso terrenal, que hay que aprovechar y disfrutar al máximo. Los políticos también están invitados a mi método de musicoterapia. Extraño, que en este preámbulo electoral, a ninguno se le haya oído hablar de música, de cultura musical. Les aseguro que eso les va a servir para aplacar sus acalorados ánimos, y a actuar con prudencia, respeto y sensatez".
Julián Rodríguez Blanco acaba de llegar de Boavita, donde estuvo compartiendo la Semana Santa con sus padres y hermanos. Para él, volver a los surcos de la infancia es un ejercicio espiritual que agenda cada vez que tiene un tiempo libre. Tocar la guitarra bajo el cielo estrellado, dejarse envolver por el dulce y medicinal aroma de cipreses, cerezos y eucaliptos, cerrar los ojos y quedar en silencio para atender con veneración la sinfonía de los grillos: "Esa es la verdadera vida que nos merecemos, y que no nos cuesta nada. Solo despertar la conciencia para apreciar y celebrar el prodigio de la naturaleza, en su simplicidad y grandeza", concluye.
Contacto del maestro Julián Rodríguez Blanco para conciertos y asesorías terapéuticas: 3153547070. Correo: guitarraapasionada@gmail.com