Él era un maestro. Uno de profunda conversación y suave amistad, uno de aquellos intelectuales que habían llegado huyendo todavía de la España franquista a mediados de la década del 60, a quien algún día de 1979, recién desempacado yo de mi pueblo sucreño, me atreví a entregarle un manojo de poemas para que me deparara el favor de su lectura.
Filósofo, académico, amante de la literatura, amigo incondicional de la poesía, humanista sin atenuantes, este vasco de Bilbao que se formó en Madrid y que aprendió a querer a Barranquilla, sabía reconocer la poesía donde ella estuviera y solía hacerlo glosando el hecho aguda y sabiamente en sus conversaciones, y sobre todo, en las columnas que escribía religiosamente en El Heraldo. Estas anotaciones, podían también ocurrir dialógicamente en su oficina de la universidad, en la calle, en un restaurante, en el teatro, en su casa o en el pasillo de una librería.
El fue entonces el primero que leyó en esta ciudad los versos que harían parte algún tiempo después de mi primer libro, y de él recibí la primera opinión generosa acerca de esos mis primeros ejercicios. Desde entonces fue fraguándose poco a poco una cálida cercanía que siempre me enorgulleció, y de la que era especial animadora y protectora la incomparable Emilia, su mujer de toda la vida.
Esa amistad tendría después un escenario particular: las reuniones del jurado calificador de los dos concursos nacionales de cuento y de poesía, que Emilia y él animaban desde la Extensión Cultural de la Universidad Metropolitana de Barranquilla, y del que tuvieron la gentileza de hacerme parte durante varios años, veces para los cuentos y otras de los poemas, y algunas más de ambos géneros. Esas reuniones solían ser para mí siempre edificantes y siempre gratas. Gustaba de escucharme hablar de mis consideraciones de tal o cual propuesta concursante, haciéndome leer en voz alta, especialmente la poesía, antes de él exponer alguna opinión o comentario, y antes de mostrar sus cinco candidatos de rigor. Él era un gran argumentador de sus razones y lo hacía siempre con enorme discreción y cuidado, pero con gran convicción y firmeza. Las discusiones eran sumamente respetuosas y edificantes y los acuerdos y desacuerdos puntualmente celebrados con una buena taza de café.
Hace exactamente un año, apenas unos días antes de morir, tuve la oportunidad de compartir con él, con el crítico Ariel Castillo y con Emilia, una hermosa tarde de charla y amistad en su casa de Salgar, a orillas del Caribe, donde nos regaló, ya “un poco lento el andar”, pero con intacta chispa y lucidez sus recuerdos de vida intelectual y de familia en la Barranquilla que encontró cuando llegó por primera vez de España. Aquella que presintió alguna vez en una fiesta de Santiago Apóstol en su nativa Bilbao cuando el altoparlante de un tiovivo de feria se lo anunció con unos versos que ese día volvió a tararear: “Se va el caimán / se va el caimán / se va para Barranquilla”, sin que llegara a sospechar entonces que años más tarde ese sería su destino. Ninguno pensó que aquella iba a ser la despedida porque la leve disminución de sus reflejos no permitía imaginar nada distinto a un poco de cansancio de los días.
Hoy 21 de noviembre, día en que escribo esta nota para honrar su memoria y activar mi recuerdo, hace exactamente un año de su fallecimiento, y para tal propósito he escogido de mi biblioteca su libro titulado El color de la vida, invitación al poema, que recoge 38 de sus columnas publicadas en El Heraldo en donde encuentro algunas de sus mejores ideas referidas sobre el hecho poético y la experiencia de la poesía, asunto sobre el cual él sabía escribir de forma pasmosamente clara y sencilla a pesar de los consubstanciales misterios del tema.
Y no puedo evitar quedarme de nuevo largo rato sobre el maravilloso fragmento de Juan Ramón Jiménez que Sáez de Ibarra usa como segundo epígrafe de su libro, como para recibirnos con un destello que casi ciega, pero que lava nuestro entendimiento para entrar al territorio de lo poético:
¡Inteligencia, dáme
el nombre exacto de las cosas!
…Que mi palabra sea
la cosa misma,
creada por mi alma nuevamente.
Que por mí vayan todos
los que no las conocen, a las cosas;
Que por mí vayan todos
los que ya las olvidan, a las cosas;
Qu e por mí vayan todos
los mismos que las aman, a las cosas…
¡Inteligencia dáme
el nombre exacto, y tuyo,
y suyo, y mío, de las cosas.
Tiene razón Cobo Borda en su presentación: “En el fondo este libro no es otra cosa que un sugestivo breviario para iniciarnos en el complejo pero necesario arte de aprender a leer poesía. Es decir: de descubrirnos a nosotros mismos”.