Aunque desde días atrás daba algunas muestras que explicaban la presencia del virus en mi cuerpo, la verdad es que mi verdadera tragedia comenzó el jueves 26 de agosto del 2021, día en que recibí el resultado de la prueba del Covid19.
Debo decir que la hice muy a mi pesar, porque desde un comienzo jamás creí en que ese bicho diera para tanto y menos que me hubiera escogido como su destinatario por tanto tiempo. Todo porque mi esposa Gloria había dado positiva y era de sentido común que, si yo compartía con ella toda mi rutina, pues no podía descartar que me hubiera contagiado.
Pero lo que me permitió creer siempre en que la enfermedad no me tenía en su radar fue que jamás padecí ninguno de los síntomas que se le atribuyen a la pandemia. Quiero decir, nunca tuve dolor de cabeza, cero fiebres, nada de gripa, vómito menos y el olfato estaba intacto antes de la fecha que referí.
Salí positivo pero asintomático a pesar de que, a esa altura de la crisis universal, con la vacuna en plena función, yo me había negado a aplicármela en contravía de mi profesión de médico. Conmigo se cumplió a cabalidad aquello de que en casa de herrero el azadón es de madera.
Lo que pasó fue que me aferré a múltiples razones para decirle no al contagio; es que por mi consultorio ya habían pasado más de 300 pacientes con la enfermedad, aparte de las visitas que me tocaba hacer a diario a los enfermos a mi cargo y con todo y eso para nada creí caer en la emboscada que de manera temeraria me tocó enfrentar.
Así trata de resumir hoy la tragedia que vivió Fabián Octavio Palacio Zapata, un negacionista de tiempo completo de que el Covid19 si existe y que por tal razón tiene en su cuenta más de un millar de muertos en nuestro país, así las cifras actuales muestren una tendencia a la baja lo que hará que en breve tiempo sea declarada una enfermedad endémica, pero a la que hay que tenerle el mismo cuidado desde cuando se anunció su presencia el último día del mes de diciembre del 2019 en la ciudad de Wuhan, una provincia de Hubei en la lejana China.
“Mis pacientes, que por razones críticas de la enfermedad aumentaban en su número, los atendía con una serie de medicamentos basados en la vitamina C y oligoelementos y minerales; a esto le sumaba la vitamina D, Azitromicina, Ivermectina y Zinc, entre otros”, cuenta mientras repara que durante lo peor del encierro nunca experimentó nada raro en su cuerpo. Al contrario, siempre se despertaba con ganas de ir a su consultorio, atender a los enfermos en sus residencias, eso sí, con las medidas de prevención a la mano.
“De un momento a otro y sin que tuviera una explicación racional perdía el conocimiento y mis movimientos eran ajenos a mi voluntad; de pronto tropezaba con las sillas en la casa o en mi sitio de trabajo, ya fuera porque no viera esos obstáculos o por razones que estaban fuera de mi alcance, pero los que estaban cerca de mi sabían que algo me pasaba y en vez de buscar alguna asesoría externa o acudir a los medicamentos que yo recetaba y que tenían una respuesta positiva en mis pacientes, me dediqué a entorpecerlo todo”.
“Incluso cuando me sometí a los exámenes de rigor y ellos me mostraban los primeros síntomas de la enfermedad, decía que esos equipos estaban malos hasta que llegué a un estado que ya era demasiado claro como para seguir con mis negaciones”. “Resulta que cuando me sometí al oxímetro, que es el mecanismo que mide la cantidad de oxigeno que tiene una persona, la cifra marcó 66 % cuando lo normal debería estar por encima del 90 %”. Y desde ese momento comenzó todo.
“Gloria, mi esposa, a la que, repito, le debo haberme salvado la vida, cuando vio semejante resultado me puso en manos de los médicos de Sura que de inmediato me internaron y cuando la situación se tornó más delicada fui trasladado a la Clínica el Sagrado Corazón del barrio Buenos Aires y aunque allí recibí las mejores atenciones, pedí que me llevaran a la León XIII porque allá trabajé y dejé unos médicos y unas enfermeras muy conocidas y dado mi estado de gravedad lo primero que me aplicaron fue la cámara de no reinalación y a partir de ese momento perdí toda relación con la realidad”.
“Fue cuando llegué al extremo del delirio y a sentirme secuestrado en aquella sala de cuidados intensivos, atado a una serie de aparatos que me llegaban al cuerpo como extensiones de unas cuerdas tal cual utilizan para los rehenes y la razón para llegar a ese extremo fue que recordé, no sé cómo, pero me acordaba de cuando yo fui alcalde de El Bagre y la guerrilla quiso tenderme una trampa para secuestrarme y acudió a una estrategia de utilizar a una mujer que me acompañaría en uno de mis viajes rutinarios que hacía a Medellín”.
“Fabio, el conductor del despacho, siempre que íbamos de viaje lo daba a conocer al público y entonces se presentaba uno que otro pasajero de bajos recursos y fue de allí que salió la posibilidad ponerme una carnada para el secuestro”. “Según supe después, si yo dejaba a esta mujer que me acompañara, el recurso era raptarme por un lugar cercano a Puerto Valdivia y no regresar nunca más, ni vivo ni muerto”.
“Esa situación se me venía a la mente y a veces desprendía los cables que eran los que me daban la alternativa de sobrevivir”, dice hoy en su consultorio en el occidente de Medellín, situado a escasos metros de la iglesia del populoso barrio La América.
“Cuando creía estar en mis cabales salía con una serie de preguntas sin ningún sentido, me quitaba las sondas y hacía una serie de tropelías que al recordarlas me hacen sentir pena con mis colegas quienes no teniendo más alternativas me amarraron en la cama y me dejaron estas huellas en las manos”. Las muestras como prueba de aquellas reacciones cuando el Covid19 hacía de las suyas en el cuerpo del médico que poco a poco retorna a la rutina diaria.
“Soñaba que hacía brigadas de salud por los lados de Nechí y de Caucasia y me ofrecía para mejorar la atención a los enfermos debido al mal estado en que se encuentran muchos de nuestros hospitales”. “Hoy puedo contar esto porque mi esposa era la que me escuchaba decir tantas bobadas como pedir música de Diomedes Díaz, pedir agua, Cocacoca, fríjoles, cuando estas últimas las tenía prohibidas. Lo de Diomedes se arregló con la llegada de un radio”.
“¿Sabe que era lo más chistoso? Que las enfermeras eran las muchachas que atendían la clientela en la caseta de la Acción Comunal en El Bagre en la época en que ese era nuestro centro de reuniones y de francachelas”.
Esos percances y las andanadas de sus delirios persistentes lo llevaron a un sueño que para él fue como una verdadera epifanía y ocurrió que allí vio a su fallecido hijo Mauricio que iba al lado de Adriana, su otra hija, felices y sonriendo en un paisaje sin límites y entonces se le apareció su señora madre, Josefina Zapata Correa, quien antes de morirse a la edad de los 89 años, en el 2012, le contaba lo feliz que había sido con sus 10 hijos, buchones – como les solía decir, pues de su padre Ángel Palacio Isaza fue muy poco lo que conoció porque falleció a la edad de 37 años cuando él apenas contaba con año y medio y el menor de sus hermanos contaba con 4 meses de edad y el mayor 12 años. La madre del sueño se le acercó y con sus dedos le dio un golpe en las costillas y volvió a escuchar aquella palabra ¡buchón! que lo hizo despertar.
“En total fueron 45 días de los que no tengo noticias porque los pasé en una UCI, tres intubadas y traqueotomía para tratarme las tres enfermedades que padecí: Neumonía, Bronconeumonía y Traqueítis, que cuando mejoraba de alguna me cogía la otra por su cuenta y para rematar me dio la famosa bacteria KPC, la más resistente a cualquier antibiótico y es conocida como la bacteria de los hospitales”. Por culpa de ella han perdido la vida muchos pacientes y todavía no se sabe cómo se combate.
“Cuando comencé a superar todos aquellos percances, que parecían irreversibles, salí con serios temores, en especial a la muerte y con claustrofobia que, gracias a los médicos, a mi esposa Gloria y a Adriana, mi hija, he podido enfrentar con algo de fortuna y es por eso que regresé a mis oficios de médico, a pesar de que salí sin saber ni siquiera firmar, se me olvidaron los números, mejor dicho, un analfabeta a estas alturas de la vida”.
“Tengo la plena conciencia de que cuando uno está en una UCI atormentado por esa enfermedad, la que sufre es la familia que se aferra en asuntos como la oración para tratar de salvarle la vida a uno. Ahora, con el paso del tiempo, sé que tienen razón quienes dicen que la Oración, como la Palabra, tienen Poder”.
“Ahora siento que estar vivo es una oportunidad que me entregó Dios, de quien yo tenía desde mi juventud una figura de castigador y no del Amor que ahora encuentro y salir de aquel percance reafirmó mis creencias y sé que en el servicio a los demás puedo encontrar ese camino para agradecerle a Dios estar de nuevo en esta realidad, que a pesar de sus maldades y todo lo que nos ocurre a diario, es el mundo que nos tocó”.
“Vivir una espiritualidad nueva que no signifique salirme en la que he estado siempre, como hacen algunas personas que desertan de su religión para hablar mal de los demás. Eso no va conmigo”.