En la noche del 29 de marzo el estadio de Lima daba miedo. Paraguay, presuntamente, estaba motivado por un incentivo económico que saldría de las abundantes arcas de la Federación Colombiana de Fútbol. Sin embargo, en la cancha, había que ser de madera para no sentir la presión. Nunca el público fue un jugador número 12 tan determinante como esa noche. Los paraguayos se asustaron tanto que ya, al minuto 3, Lapadula abría el marcador. Las balotas ya se habían jugado.
Al ver ese estadio, tan estruendoso, tan hostil, una caldera inflamada, me dio realmente envidia. ¿Hace cuánto Colombia no juega en esas condiciones un partido de local? ¿Hace cuánto el público no es determinante para derrotar a los rivales? El público, como el fútbol, tiene que evolucionar. En 1989 uno de los grandes cambios que implementó el entonces presidente de la Federación, León Londoño Tamayo, fue la sede. Se abandonaban Bogotá y su sede alterna Cali para ir al calor barranquillero. Se acababa de construir, tres años atrás, el estadio más moderno del país. Había que usarlo para regresar al mundial después de 28 años. Ese primer partido fue un infierno para Ecuador quien cayó 2 a 0 con goles de Arnoldo Iguarán. Luego, contra Paraguay, se empezó perdiendo con gol del Coco Mendoza pero la remontada que nos permitió seguir vivos fue en parte por el ánimo que se daba desde la tribuna.
Esa vez la hinchada sacó dos himnos, lejos de la inventiva que tienen las barras argentinas, pero revolucionarios para nuestro fútbol en pañales. Eran el ¡Eh-oé-oé! Y el Sí Sí Colombia, Si Sí Caribe. Desde entonces la hinchada de la selección que abarrota el Metropolitano no dice nada nuevo. Es que si queremos ir al mundial no podemos ser tan sonsos como para salir, como si fuéramos del Altiplano, con el ¡Sí se puede! Es que ya no van aficionados al fútbol al Metro. Allá van señores gordos con sus amantes a pasar un fin de semana de locura, o los amigos políticos de los Char. La perrateada que le pegó Jesurún al estadio de su ciudad solo le han servido a él y a sus aliados de la Federación.
He ido al estadio, me he sentado debajo de los palcos. Siento el aire acondicionado que sale cuando abren la puerta. Es una fila larga. Ahí estaban, por ejemplo en el partido contra Venezuela del 2016, Germán Vargas Lleras, entonces el peón más fiel que tenían los Char en Cambio Radical, recibiendo a políticos que venían de todas las regiones. Allí vi por ejemplo a Jorge Acevedo, eterno aspirante a la alcaldía de Cúcuta, hacer fila para recibir sus dádivas. Y este sistema, con los años, se ha perfeccionado. El control político que tiene Fuad Char en la selección es total. Él decide quien entra y quién sale de la selección. Quien juega. O si no ¿cómo explican que un tronco como Borja haya sido titular inamovible en un equipo que completó siete partidos consecutivos sin hacer gol? ¿Cómo entender que ante esta sequía Rueda no convocara a Teófilo Gutiérrez? El verdadero mandamás de la selección es Fuad Char.
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El verdadero mandamás de la selección es Fuad Char
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Pero Fuad y su familia no son sólo los que decide quienes entran a la cancha sino también en los palcos. Por eso es que Petro difícilmente podría ir al Metropolitano y ser vitoreado. Todo ese público que iba a los toros en los ochenta ahora están yendo es al estadio a ver a la selección. Es gente pudiente, es gente que no gusta de Petro. Ah, pero Fico. Fico, Alex Char y Cabal haciendo política en el partido de Colombia contra Bolivia, un triste partido de dos selecciones eliminadas, una de ellas sub 23. Y ellos sonriendo, agarrando pueblo. Está claro en qué han convertido la casa de la selección, en una casa de citas para hacer negocios, para afianzar clanes políticos. ¿Cuántos funcionarios meten los Char por partido? ¿Cuántas para la reventa?
Desde que un clan político se apoderó del Metropolitano eso dejó de ser la Casa de la Selección. Eso es la Casa de Citas de Char y punto. Jesurún, discípulo de Fuad, debe quitar sus manos del equipo nacional. Que este fracaso tan absoluto nos sirva para refundar.