Seguramente a muchos colombianos nos ha ocurrido que cuando viajamos por las trochas del país rural y encontramos a la vera del camino campesinos sacando sus productos, detenemos la marcha y preguntamos bajando la ventanilla del carro: “¿Cuánto cuesta ese racimo de plátanos?”.
El campesino responde lo que le sale del corazón: "Llévelo en quince pesitos; tiene ocho manos de seis plátanos cada uno”. Apresurados contestamos: “¡Uy, me vio cara de rico bájele, bájele!”. Se nos olvida que en Carulla la misma cantidad de plátanos cuesta treinta mil pesos, pedimos rebaja a ese campesino que tuvo que sacar los racimos en burro, o en el lomo de sus espaldas desde la parcela hasta el camino.
Finalmente el intermediario queda con la mayor ganancia del racimo de plátanos que el campesino no pudo vender, porque un cachaco aventajado, quería el racimo de plátanos a precio de huevo.
Dentro del acuerdo general para la terminación del conflicto entre los delegados del gobierno y de las Farc, se acordaron mecanismos para hacer lo que no hemos hecho desde hace doscientos años: transformar el campo instalando programas de desarrollo con enfoque territorial, repensar la institucionalidad agrícola, proteger los derechos de pequeños agricultores, poner a funcionar los mecanismos de participación ciudadana, abrigar y empoderar los entes territoriales.
Esa política de desarrollo agrario integral, implica descentralizar la administración pública, aislarla del clientelismo y del populismo destructivo, construir desde las vocaciones del territorio las transformaciones que necesita la Colombia rural, impidiendo que se siga rompiendo la frontera agrícola y protegiendo las zonas de reserva forestal.
Qué cosa tan difícil hacerlo; tantas dudas nos asaltan sobre la eficacia del Estado, que la implementación y verificación de los acuerdos de La Habana podrían convertirse en una quimera; en una ilusión, en un monstruo con cabeza de león y cola de ratón.
Qué tal si los congresistas no pasan tanto tiempo en el Capitolio cocinando odios y rencores que alimentan polarizaciones, y se instalan en las veredas y corregimientos durante los próximos diez años.
Los colombianos necesitamos que en lugar de tanta deliberación, se pase de inmediato a la acción.
Los alcaldes y gobernadores deberían cerrar sus oficinas en las capitales, e instalar sus salas de juntas a la vera del camino durante los próximos lustros, lejos de la plañidera que les pide puestos.
Quienes tienen capacidad para planificar y decidir sobre los recursos de la nación, bien pueden hacerle lobby a los acueductos y alcantarillados, a los bienes de uso público que necesita la ciudadanía distante de esos derechos.
Cerca de un millón y medio de colombianos no tiene tasas sanitarias y más del 35 % de los ciudadanos de este país que vive en municipios con relaciones propias de la ruralidad nacional, siguen aspirando a que su hijo vaya a la cabecera municipal, que se compre un mototaxi y que se eduque para que tenga mejor vida que su padre.
Algunos campesinos y colonos aspiran a que su hijo no se devuelva para la parcela porque si se pone a cultivar yuca, para sacar una tonelada necesita de un camión y una vía terciaria y de eso no hay.
¿Cómo estimular a los jóvenes hijos de campesinos para que cuiden la herencia de sus padres?
¿De qué forma vamos a implementar o validar lo que se acuerda en La Habana, si el debate nacional se sumerge entre el populismo de la izquierda y la derecha? ¿De dónde vamos a sacar derechos para los ciudadanos y con qué recursos se van a pagar esos derechos?
Si no queda establecido desde ahora, nuestras comunidades rurales seguirán viendo interminablemente que las castas políticas son las únicas que les resuelven sus problemas, y se resignarán a seguir esclavizadas en esa trampa perversa.
Colombia no puede seguir presa del populismo; debe salirse de ese atajo sobre el cual se ha jugado con los ideales de las gentes más nobles de este país, donde se manipulan sus pasiones, se les promete lo imposible, se aprovecha de su miseria, se juega con su necesidad, se impone la demagogia y la corrupción.
El populismo ama tanto a los pobres que los multiplica por millones; se encarga de destruir las instituciones y reescribir constituciones, acomodándolas a su antojo en las orillas de la corruptela y el cinismo.
Necesitamos que las instituciones y sus funcionarios se pongan a trabajar en equipo, que la ciudadanía facilite el relacionamiento equitativo entre el país rural y el urbano, porque de lo contrario la refrendación y la implementación de lo que se acuerde en La Habana, comenzará dando tumbos entre el populismo y la ilusión...