Ingrid Betancourt, como candidata a la presidencia, me parece malísima. No voy a votar por ella por su desconocimiento del país y me molestó, como a muchas personas, el matrato a Petro en el último debate cuando ventiló una posible depresión que él sufrió cuando estuvo exiliado en Bélgica y que ella conoció en una visita privada a su casa. Desde un escenario electoral, ella se somete a un estándar más alto de escrutinio público y sus posiciones pueden (y deben) ser fuertemente cuestionadas.
En el debate en redes, sin embargo, no solo hubo críticas a su actuación, sino un linchamiento público basado en juicios que, entre otras, la declararon de manera irremediable un mal ser humano, con problemas de salud mental y que, en consecuencia, debía desaparecer del debate público y ojalá del país. He leído publicaciones que comentan su pasado en cautiverio con total ligereza: al fin y al cabo, a ella en el cautiverio no le fue tan mal; conclusiones grandilocuentes como ella es prueba de que la adversidad no te hace más fuerte e, incluso, consejos: ojalá se dé cuenta de que todo el país la odia.
La expresión de una opinión desfavorable a una candidata y el juicio implacable y denigrante a una persona son dos expresiones bien distintas. El tamaño de la brecha entre una y otra habla mucho sobre nuestra capacidad de discernimiento y nuestro nivel de violencia. Salvo algunas excepciones, en Colombia, y aún en movimientos favorables a la paz, esa distinción parece no existir.
Aclaro de nuevo que esta columna no es para defender a Ingrid, sino para mostrar que muchísimas reacciones frente a ella reproducen lo que pretenden criticarle: la burla o el desdén por un trastorno mental, el juicio implacable, el desconocimiento del contexto y la falta de empatía con el pasado y las heridas del otro. ¿De dónde sacamos esa superioridad moral? ¿Quiénes somos, qué nos creemos? ¿Cómo podemos asegurar que somos personas intachables y lo seguiríamos siendo, sin lugar a dudas, tras seis años de secuestro?
¿Lo que pasó en ese debate - y la reacción pública- son una fuente muy rica para la reflexión. Petro e Ingrid parecían en dos orillas distintas y el público, convocado a escoger o defender un bando a partir del ataque del otro. Vista con atención, la situación podría invitar a reconocer que ambos están más unidos de lo que pensamos: son víctimas de la violencia de este país y ambos, cada uno a su manera, tiene sus propias heridas.
Pero de esto no se habla. Creemos que el dolor y las secuelas emocionales o mentales son la ropita sucia que se lava en casa y que las víctimas son vergonzantes. Exigimos que, si llegan a un escenario público, nos ahorren el trago amargo de reconocer que la violencia las golpeó y que son humanos con cicatrices, luces y sombras. No queremos ver ese espejo de lo que somos como sociedad y reaccionamos con tanta violencia para confinar al espacio de lo privado e invisible esta realidad.
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Un paso para construir paz es reconocer que toda nuestra sociedad es víctima y necesita reparación
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Un paso para construir paz es reconocer que toda nuestra sociedad es víctima y necesita reparación. Una manera muy fértil de hacerlo es introduciendo un concepto más profundo de no violencia. Este principio invita a observar la violencia en la propia personalidad, en la cotidianidad y en las pequeñas interacciones. La no violencia implica un esfuerzo analítico, porque exige pensar en alternativas para las reacciones frente a lo que nos apela: ¿Puedo señalar mi desacuerdo sin la intención de destruir o denigrar a una persona? ¿Puedo ponerme en el lugar de esa persona antes de juzgarla? ¿Puedo construir mi crítica como una invitación a tomar una nueva perspectiva quizás más enriquecedora?
Los líquenes son una asociación entre algas y hongos. Pueden crecer sobre una dura e infértil roca y luego, con la compañía de los musgos, convertirse en la primera alfombra o suelo que dará lugar a una gran selva. La cultura y la reparación que genera la sumatoria de reacciones no violentas pueden ser condiciones para erigir, por fin, una sociedad reconciliada, justa y en paz.
Hay muchos movimientos que han avanzado en estas reflexiones: los pueblos indígenas son un gran ejemplo de resistencia pacífica y sin violencia frente a muchas formas de injusticia y opresión. Corrientes ecofeministas y las luchas antiespecistas se preguntan cómo lo político está en lo cotidiano y en las formas, y cómo el cuidado de lo grande implica el de lo concreto, emocional y aparentemente insignificante. Hay personas y comunidades por todo el país señalando las violencias, dándoles un nombre y reivindicando justicia, a la vez que buscan y desarrollan herramientas para sanarnos y reconciliarnos desde lo profundo. Es hora de mirar hacia ellas y aprender. Ojalá alguna candidatura sea un ejemplo contundente de la no violencia y comience con promoverla activamente desde sus propios seguidores.