Pedro, Juan y Álvaro se levantaron muy de mañana, tomaron café con un vivo entusiasmo que se reflejaba en sus rostros, mientras hacían cuentas mentales sobre el caudal electoral que los acompañaría en las urnas. Coincidían en algo: consideraban que aquel domingo, sería el mejor de sus días.
—Mijo, están reclamando que los huevos salieron pichos, la leche agria y las lentejas con gorgojo. Que si les puede cambiar el mercado —gritó la esposa de Pedro, desde la cocina, pegada del teléfono.
—Claro, pero después de las elecciones —respondió mientras salía de casa dando un portazo que escucharon hasta en el último rincón de Pueblo Pequeño.
“Desagradecidos. Uno les calma el hambre y exigiendo por un voto. Definitivamente, así paga el diablo a quien bien le sirve”, murmuró mientras se alejaba.
Juan iba de camino a la plaza principal de Pueblo Pequeño. Pensaba en muchas cosas. Entre otras, que vendió el carro e hipotecó la casa para financiar la publicidad de la campaña.
—Yo creo en el voto de opinión—, se repetía en voz alta, mientras saludaba con una sonrisa a todos cuanto veía en la calle. —La gente quiere una renovación…—.
Álvaro, por su parte, se levantó tarde. Confiaba en que, como siempre, la gente lo acompañaría masivamente. “Ellos saben por quién deben sufragar. Para qué insistirles. Sería tanto como llover sobre mojado.”
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La jornada transcurrió tranquila, salvo el borrachito que gritó vivas y abajos, y terminó en la cárcel. Lo encerraron acusado de asonada y de subvertir la tranquilidad de Pueblo Pequeño.
Mientras avanzaban las votaciones, los mercados iban y venían, por encima de las narices de Juan, quien ignoró esa realidad o, como solía repetir: “Lo más maravilloso de este remanso de paz, es la solidaridad de las personas unas con otras. Hasta en domingo ayudan al necesitado.”
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Los escrutinios iban bien hasta que un sorpresivo corte de energía eléctrica dejó todo en penumbra. Y en menos de quince minutos, cambió el curso del conteo.
—En política nada está escrito —justificó Pedro Continuismo.
Juan Candidote perdió por tercera vez en una contienda. En adelante le tocará andar a pie o montar en bus intermunicipal, al tiempo que debe apropiar un presupuesto para pagar arriendo. Sin embargo, con una sonrisa, repite:
—La quinta es la vencida. Voy a ganar en la próxima. Será mi revancha… —e consuela.
Álvaro Quemadito se encerró desde el lunes en su casa. Perdió hasta la sonrisa. Dicen las lenguas viperinas de Pueblo Pequeño que el culpable de su derrota fue Pedro Continuismo. Le sedujo hasta el último votante. De paso, le desbarato la maquinaria política. “En política todo se vale”, fue su argumento para tumbarlo.
Álvaro le dijo a su esposa, quien le estaba curando las heridas de las quemaduras:
—Tranquila, mija, de esta nos levantamos. Volveremos a la contienda y, le aseguro, le juro por mi madrecita linda, que no dejo títere con cabeza cuando vuelva al poder —A renglón seguido le anunció que montaría un puesto de quesos en la galería, para sobrevivir.
Ella lo miró, le sonrió y le dijo: “No se mueva, que se arranca la gasa”.
La calma reina en los hogares de Pueblo Pequeño. Comenzaron a bajar las vallas y quitar los cartelones, que habían pegado hasta en la casa cural para sacarle la paciencia al sacerdote, de quien dicen las malas lenguas, tiene tendencia izquierdosa.
Todos están contentos, aunque los huevos hayan salido pichos, la leche agria y las lentejas con gorgojos. A menos este día tendrán algo en la mesa…