“Como en un ritual bárbaro, prepararon una inmensa pira en aquel basurero. Sobre una cama de piedras circular, apiñaron primero una capa de neumáticos y luego otra de leña. Ahí encima colocaron los cadáveres. Los rociaron de gasolina y diesel”.
No ocurre de cuando en vez en sociedades sometidas por la criminalidad y la ilegalidad este tipo de relato que acabo de transcribir, tomado de un diario mexicano, acerca de los métodos que la alianza siniestra que han dado en conformar gobiernos locales, narcotraficantes, policía y aparato judicial, utilizan en su brutal arremetida para imponer su modelo político y económico de narcodemocracia.
Del mismo tenor son las tácticas que paramilitares, narcos y políticos, aliados con policías y sectores de la institucionalidad, todos a una, han impuesto en Colombia a lo largo de décadas para controlar la producción y comercio de estupefacientes en todo el territorio nacional.
E igual que en Mexico, hay en nuestro país jurisdicciones territoriales claramente identificadas y tomadas por esta alianza de forma violenta para que les sirvan de epicentro y plataforma para imponer su modelo y hacerse con la captura del poder político, el territorio, las rentas y el Estado e imponer sin limitaciones el modelo sobre el cual han erigido poder y riqueza.
Dicen las estadísticas públicas que aquellos pagos del estado de Guerrero son de lo más pobre que hay en el tercero más pobre de los que conforman la nación mexicana. Y también, que ahí se concentra el 98 % de la producción de amapola, cuyos derivados se destinan a satisfacer la creciente demanda de los lucrativos mercados de Estados Unidos y Europa.
Tampoco pasan por alto las estadísticas de México y las de organismos mundiales de probada solvencia en el tema, que Guerrero es el estado más violento de cuantos conforman el vasto territorio del “México lindo y querido”, tan lejano ya de esa significativa como entrañable denominación.
Y tan próximo al doloroso de México “narco” y herido, al que lo lleva a velocidad de crucero la acción intrépida de los carteles del narco y la omisión y alianzas siniestras de políticos, gobiernos, policía y justicia, con sus jefes.
Con la masacre de 43 estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa, que acaba de protagonizar esa alianza siniestra urdida a plena luz entre el narco, la corrupción política y la institucionalidad mexicana, no es que haya tocado fondo el problema de la capacidad de absoluto dominio y sometimiento que tiene el narcotráfico sobre la sociedad mexicana.
No.
Con ese acto de barbarie cuanto queda demostrado y tocado fondo, es la insolvencia del Estado y su aparato judicial, militar y de policía, para combatir de manera radical el poder de disolución social, institucional y político que hoy tiene y representa el narco en la democracia mexicana.
La fragilidad y vulnerabilidad del Estado es cada vez más creciente; en cada pulso al que lo somete el narco acaba por doblegarlo e imponerle condiciones que devienen en su favorabilidad y fortalecimiento. En el caso de Iguala, el presidente municipal y la policía conformaban un cartel con asiento, poder, fuerza, armas, dinero y aparatos de control, bajo el dominio y al servicio incondicional del narco.
Algo parecido a cuanto ha venido ocurriendo en Colombia con las bandas paramilitares surgidas de alianzas entre narcotraficantes, políticos, gobernantes, sectores de la fuerza pública y organismos judiciales.
En tiempo real, esta sucesión de masacres provocadas por la alianza macabra fraguada por el narco deja una enseñanza: Estado, territorio, poder y rentas, son cooptados por la mafia y puestos a su servicio para el tenebroso ejercicio de la barbarie y el despojo en sociedades proclives a la narcodemocracia.
Poeta
@CristoGarciaTap
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