—¿Y qué hace un boyaco en la costa? le pregunto.
—Boyacence —me responde.
Le sonrío a esos ojos de esmeralda y me muerdo el labio inferior mientras guarda las manillas en su mochila y sigue por la playa. No tendrá mas de 25, pienso.
La delata lo ligero de sus pasos.
Esa libertad de aquellos que escaparon a las bombas de los noventa, al gol de último minuto contra Alemania en el mundial de Italia, al hermano de César Gaviria saliendo de una caja en plena televisión y al collar bomba de Elvia Cortés.
Se calienta rápido la cerveza entre las manos. El mar que todo lo borra refleja mi sombra oscura, impecable, sin una arruga. Me veo distorsionado y seco.
Recuerdo las marchas por la 26 en frente de la Nacional, un café cortado en San Moritz y unos billares húmedos en un segundo piso por la 30.
Y sus piernas brillan aún a lo lejos entre la arena.
La delata lo ligero de sus pasos, pienso.
Me seduce lo ligero de sus pasos, corro.
No sé si es por la arena o lo que cargo, pero los pasos me cuestan y se me hace inalcanzable. De repente pienso en retroescarbadoras bajo en sol. Me siento un hombre hidráulico de combustible espeso.
Mi paso no es suficiente.
Me dejo caer bajo el sol y cierro los ojos. Una ola blanca hace un estruendo tremendo y luego un silencio borra todo.
—¿Y qué hace un boyaco en la costa? —le pregunto.
—Boyacence —me responde.
Le sonrío a esos ojos de esmeralda y me muerdo el labio inferior mientras guarda las manillas en su mochila y sigue por la playa... Y la violencia se repite.
La del mar...
La de la vida.