Los términos identidad y crisis nos plantean dos momentos fundamentales del mundo contemporáneo. La identidad está siempre referida a la cultura si entendemos por tal el conjunto de reflexiones y acciones, de creaciones y tradiciones, de formas y posibilidades, de realidades y perspectivas de una comunidad humana determinada.
La crisis es la ruptura de los referentes habituales de una sociedad y de una época, de las ideas, pero sobre todo de las creencias y de los valores que constituyen la finalidad última hacia la cual la persona y la colectividad aspiran.
En el ámbito que corresponde al arte y al pensamiento, a la creación y a la reflexión, se ha producido un mundo propio que confiere identidad y universalidad a la cultura latinoamericana.
Si mucho se ha avanzado en el campo de las artes, la artesanía, la literatura, la filosofía, muy poco se ha conseguido, sin embargo, en cuanto a la creación de la identidad como conciencia colectiva pues no hay que olvidar que la poesía, la narrativa, la pintura, y más aún la filosofía, se desarrollan en sectores minoritarios y privilegiados, sea desde el punto de vista cuantitativo que cualitativo.
A excepción de la música popular que ha sido en América Latina el más extraordinario vehículo cultural de integración, las otras expresiones de la cultura, como ya se ha dicho, han quedado referidas a sectores restringidos.
En cuanto a la política, ésta, por lo que influye en el comportamiento cotidiano, está llamada a ser o el más eficaz instrumento de integración o el más severo obstáculo para alcanzar la identidad.
Desde la Independencia de nuestros pueblos en el siglo pasado, la política ha sido para América Latina, la expresión más visible de la crisis de identidad que la afecta.
Este hecho ha sido la consecuencia directa de la incapacidad de generar un pensamiento político propio para integrarnos con él y en él a la modernidad y al progreso generado en Europa.
Dejando en el olvido el genio integrador de Bolívar y de su mensaje clarividente, los próceres de pluma y espada descartaron las características propias de nuestros pueblos y se adscribieron en forma ingenua a la idea de la modernidad, olvidando que ésta, si es modernidad es antes que nada actitud crítica.
El mismo vacío se ha mantenido hasta hoy y América Latina ha oscilado entre la anarquía y la dictadura y entre los caudillos militares y civiles. La democracia ha sido una pálida y débil expresión del quehacer político, evidenciada en la incongruencia entre sus enunciados constitucionales y la realidad política, económica y social.
El pasado americano y precolombino es la barbarie; la industria europea es la civilización y el futuro de América.
Renunciamos así a lo que hemos sido y somos por lo que nunca seremos; hipotecamos nuestra realidad por un futuro que no acaba de llegar porque no es el nuestro y porque no hay futuros prestados.
Los políticos han sido los portavoces del progreso, y por supuesto de las promesas incumplidas y la política ha sido el reino del eterno futuro; eterno por inalcanzable.
Los latinoamericanos, desde la independencia hasta hoy, no hemos aprendido bien la lección, y, por supuesto, hemos pagado y continuamos pagando muy caro nuestra superficialidad en el tratamiento de la política y la historia.
La identidad política es una condición de la identidad, a secas. Alcanzarla es un desafío ineludible que nos presenta la historia y la cultura.
La identidad, por otra parte, es una condición de la universalidad. Identidad y universalidad son dos términos indisociables: sólo se tiene identidad en la medida en que las expresiones particulares se integran a la universalidad de las culturas; sólo se alcanza la universalidad, cuando ésta se forma por la convergencia de múltiples determinaciones, por lo que hemos llamado repetidamente, la unidad en la diversidad.