En nuestro país ya no solo son famosos o influencers quienes no tienen privacidad; ya somos todos los ciudadanos quienes estamos expuestos a todo el mundo.
“Cada día cobra más importancia el respeto a la intimidad o vida privada. Los medios de comunicación han sobrevalorado el derecho a la información invadiendo aspectos de la vida privada que antes eran más respetados” (Morales León, 1996).
En la actualidad, las redes sociales han puesto en duda la definición de lo íntimo, hasta el punto de que algunos contenidos expuestos en ellas tienen un estatus dudoso. “¿Eso que publicaste era para que lo supiera todo el mundo?”, es una duda habitual ante lo que aparecen como manifestaciones (“posteos”) que parecen más propios del ámbito estrictamente privado. “No, era solo para mis amigos”, suele ser también una respuesta habitual.
El riesgo –continúa– es poner a la vista datos personales, con una consecuente desprotección del derecho a la intimidad y la privacidad. Eso, por otro lado, aumenta las posibilidades de padecer prácticas deshonestas o de acoso conocidas como “cyberbullyng”, “grooming” o “sexting”. “Con las graves consecuencias psicológicas que acarrean”, advierte Sipowicz.
En esta perspectiva, la intimidad se autonomiza física y simbólicamente de sus referentes históricos –la casa, el cuerpo, la sexualidad y la familia– y, respondiendo a su propia historicidad, se ejerce fundamentalmente en una multiplicidad de relatos –online y offline–, ubicados existencialmente en el espacio biográfico que se constituye fundamentalmente en el discurso.
“El respeto a la intimidad se basa en la dignidad de la persona. La personalidad de un ser humano tiene sentido, no por lo que le reconoce la sociedad, sino por lo que es o tiene, por el simple hecho de ser hombre. La vida privada es una garantía de su libertad, la cual no admite excepción. Ningún ciudadano, ni el mismo Estado, pueden afectar este derecho”. Dice Morales