Hasta que su amante no le dio un bebedizo, Marco Aurelio Gómez, el padre de Darío, nunca tocó a su esposa Abigaíl Zapata. Pero en el último año de su vida no faltó ninguna noche en la que no llegara a la finca cafetalera que tenían en la vereda Los Cedros, en el municipio de San Jerónimo en Antioquia, sin que no la despertara con una golpiza. Una noche la tunda fue particularmente violenta. Le partió la nariz de un puño y luego la sometió a una serie de planazos con un machete. Si el pequeño Darío Gómez no le hubiera quitado la escopeta de las manos y no le hubiera dado un tiro en el pecho a su padre, lo más seguro es que Abigaíl hubiera sido asesinada.
El rey del despecho nunca se repuso del golpe de haber matado a su padre. Muchas veces pensó en suicidarse y con el dolor incrustado en las costillas se fue a los 16 años a probar fortuna a Medellín. Lo único que sabía hacer era recoger gramos de café en su finca. Mientras llenaba el canasto de semillas las canciones se le venían a la cabeza como si Dios, desde un lugar insospechado, se las fuera dictando. En Medellín se quedó a vivir en la casa de sus abuelos maternos. Ellos le creían cuando les decía que iba a ser un grande de la música popular pero las disqueras no: duró 10 años buscando alguien que le quisiera grabar sus temas. Discos Fuentes lo contrató, no como cantante sino como administrativo.
En esos años de abrirse paso a codazos conoció a Olga Lucía Arcila, una muchacha de 17 años de la que se enamoró perdidamente. Se fueron a vivir juntos y se amaban. Estaban tan enamorados que Olga Lucía le perdonó saber que Darío se había casado a los 19 años con Marta Nubia Pineda en la vereda Sopetrán y que fruto de esa unión habían nacido tres muchachitos entre ellos Luz Dary, la que siempre será para él La Niña. Pero las cosas empezaron a ponerse feas cuando lo echaron de Discos Fuentes y tuvieron que entregar la casita que tenían en arriendo para irse a vivir en cuarticos de residencia, en la casa de un primo o en de la mamá de Olga Lucía. Allí fue cuando ella lo convenció de que en las crisis es cuando aparecen las oportunidades y por eso, con 27 años cumplidos, Darío Gómez se le tiró de cabeza al viejo sueño de ser cantante.
El sufrimiento duró hasta que pudo grabar La novia del chófer y entonces, en 1978 empezó a saborear el éxito. Sus canciones, la mayoría de doble sentido, causaban risa y escozor entre los oyentes de las emisoras de Medellín. Con el dueto, Los legendarios, especializados en cantar el dolor que le causaba el fin de un amor, se transformó, definitivamente, en el Rey del Despecho. Para lograr una independencia musical absoluta creó, en 1982, Discos Dago.
El maestro a sus 71 años sigue siendo homenajeado como una de las leyendas de la música popular. Sus discípulos, a los que él mismo aplaude, como Johnny Rivera, Giovanny Ayala, Luis Alberto Posada y Pipe Bueno ni niegan el buen camino que les dejó. En el más reciente evento de los Latino Show Music, hablamos con el antioqueño que confirma cada vez más quién es el verdadero Rey del despecho. Es que los viejos dioses nunca mueren. Aquí el video:
Bebía, fumaba y trasnochaba. El éxito se le representaba en las mujeres que lo perseguían. Su método para componer era muy sencillo: se sentaba en una silla, ponía papel y lápiz en una mesa y le pedía a mi Dios que le fuera dictando las canciones. Así se transformó en el poeta de las cantinas y de los cafetales. Sin embargo hay una canción que lo convirtió en un ídolo internacional, que lo llevó a París, a Nueva York, a Barcelona, a cualquier rincón en el mundo en donde hubiese un colombiano con nostalgia de su tierra, con ganas de llorar por toda la gente que amó y que ya no volverá a ver más.
A mediados de los noventa regresó a San Jacinto y en una cantina frente a un viejo cementerio desocupaba botellas de aguardiente con su amigo de infancia Luis Ernesto. Picados por la curiosidad, ya de noche, entraron. El sepulturero estaba desocupando un osario. Al ver los huesos regados en el piso Luis Ernesto lo retó: “Hombre Darío, vos sos capaz de hacer una canción de esto”. El cantante miró a su amigo y le respondió “Sí, y se llamará Nadie es eterno en el mundo. Cuatro meses después Luis Ernesto murió de un ataque de asma y en su honor Darío Gómez escribió un tema que ha vendido 60 millones de copias, que lo llevó a cantar a dúo con Rocío Durcal y Vicente Fernández y que se convirtió, además, en el himno de los entierros en el país.
Y cuando Darío Gómez pensó que había enterrado su dolor con la canción oficial de la muerte en Colombia, una bala perdida le arrebató a Luz Dary. Fue en el 2002. La Niña estaba con su novio, un chófer de bus de Medellín. Iban por la calle 80 cuando un enfrentamiento entre pandillas la dejó a ella como única víctima. En el entierro el Rey del despecho, siempre duro de lágrimas, no lloró. Saludó con aplomo a las cientos de personas que fueron a acompañarlo en su dolor. Se mantuvo firme, inquebrantable, hasta que las primeras paletadas de tierras cayeron sobre el féretro de Luz Dary. Entonces Darío Gómez no pudo más y se desmayó. La pena casi se lo lleva pero la música volvió a levantarlo.
Y siguió dando pelea, recorriendo todos los municipios de Colombia pidiendo, como única exigencia, un sonido potente que le permita llegar a los que lo quieran escuchar y en esas correrías puso en riesgo su vida como cuando le cantó, durante dos días seguidos, al Negro Acasio, el comandante de las Farc, quien lo dejó libre “Por qué usted se le nota a leguas que es una buena persona” y compró 45 esmóquines en Nueva York y se peleó con sus 12 hermanos y sigue siendo el único hombre de Olga Lucía, su único amor.
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