Carta abierta a la comunidad académica

Carta abierta a la comunidad académica

Actualmente, y ante la imposición de una presencialidad inmediata de parte del gobierno, los docentes se ven súbitamente sometidos a una disyuntiva

Por: Alberto Leongómez Herrera
febrero 14, 2022
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Carta abierta a la comunidad académica
Foto: Wikimedia

Sin duda, es hora de dirigirme a la comunidad académica de la Universidad Pedagógica, antes de que —después de más de dos décadas de trabajo docente— de un momento a otro deje de pertenecer a ella, como me propone la disyuntiva inmediata de elegir entre dos alternativas, a saber:

  1. a) Asumir mi carga como profesor de cátedra de manera presencial, pese a ser solo de unas pocas horas y en clases que funcionan mucho mejor de manera remota, ya que por fin tenemos, o mejor ponemos las facilidades tecnológicas necesarias que no tienen las instalaciones de la Universidad Pedagógica Nacional y de las que adolece la educación pública en el país.
  2. b) Presentar mi renuncia, justificando con ello el tratamiento arbitrario que se le da desde el Estado no solo al profesorado, sino a la pandemia misma y a la educación, cuyo ministerio está en cabeza de una experta en economía, que tiene otros asuntos que atender y no ofrece propuesta alguna.

Pero me dirijo también a la comunidad académica del país entero y al país mismo, ya que —aunque nos abrió los ojos— no necesitaríamos aún de la pandemia para entender que el futuro de la urbe en la civilización humana, por simples razones de movilidad, eficiencia, tiempo perdido y bioseguridad, hará cada vez más necesario realizar de manera remota todo el trabajo que sea posible. De manera que la experiencia adquirida durante la emergencia en curso no solamente resulta invaluable para el futuro inmediato, sino que puso en funcionamiento mecánicas sociales y operativas que ya no podrán ser detenidas, pertenecen a un nuevo espacio evolutivo cuyo umbral hemos atravesado de una vez para siempre. Ingresamos como sociedad en un nuevo nivel de juego, de manera que el reto inmediato consiste ahora en comprender y sincronizar esas mecánicas.

Por otra parte, por las mismas razones urbanas de bioseguridad, eficiencia, movilidad y tiempo perdido, con mi edad y expectativa de vida no tendría sentido el desplazarme —en transporte público además, según mis actuales ideas sobre la urbe, y en temporada de megacongestiones por la construcción del metro— para dictar unas pocas horas de cátedra presencial, corriendo en todo ello un alto riesgo.

Ahora, en las circunstancias actuales y ante la incomprensible imposición de una presencialidad inmediata de parte del gobierno, que interrumpe abruptamente la experiencia y el enorme laboratorio del trabajo remoto que ayudamos a poner en marcha, nos vemos súbitamente sometidos a la misma disyuntiva, primero —desde luego— los docentes de cátedra, quienes —además de los riesgos— deben invertir muchísimo más tiempo y energía en hacerse presentes que en dictar las pocas horas de clase que se les asignan, y luego vienen —claro está— los ocasionales, que de manera escandalosa constituyen cerca del 90 por ciento del cuerpo docente de la universidad.

Pero tengo que decir que de todas maneras viene un futuro en el que la educación se impartirá masivamente de manera virtual, reservando y mejorando las instalaciones físicas de colegios y universidades para los procesos de validación del conocimiento adquirido, y esto mediante la realización de proyectos que beneficien objetivamente a la urbe y la sociedad, aplicando en la realidad el conocimiento teórico adquirido de manera remota. De esta forma, aún la universidad privada, lo que deje de percibir al bajar las matrículas por la virtualidad, lo compensará con la ampliación de la cobertura, y las instalaciones serían centros de coordinación del trabajo constructivo de la sociedad.

Pero esto requiere entonces otro enfoque, y entramos en el terreno de las decisiones políticas; es decir, del diseño y la construcción de la polis, porque si el conocimiento es para todo el mundo, entonces tenemos que olvidar la reducción de la idea del conocimiento a la de simple información que se utiliza como moneda de cambio para lograr encaramarnos al bus lleno del mercado laboral para —una vez dentro— pelear por un puesto mientras me estrujan, me aprietan y me roban, agradeciendo que por lo menos logré subirme, cuando hay cada vez más gente que no tiene esa suerte y se queda en la calle. Cada vez hay más personas que no tienen acceso al mercado laboral, no se necesitan, para eso está —ahora sí— la tecnología.

Y aquí debo regresar a mi caso personal, ya que tengo la certeza de haber construido un discurso sobre la educación y la sociedad cuya propuesta es urgente escuchar y debatir precisamente en este momento, por lo que en consecuencia me considero en el deber de entregarlo a tiempo a la comunidad académica y a la sociedad. Por esa razón he enviado mi solicitud de espacio para hablar a todas las instancias universitarias, verbalmente y por escrito, hasta llegar al mismísimo Consejo Académico. Después de trabajar silenciosamente como profesor ocasional hasta la jubilación, he alzado la mano en el foro para presentar a la comunidad un trabajo compacto que recapitula más de 25 años de trabajo en la facultad, y no se me ha otorgado la palabra. Vale la pena tratar de entender por qué, así que paso a presentar a la comunidad dos palabras sobre la propuesta misma y algunas más sobre los hechos que la rodean:

De manera muy sucinta, puesto que condensa cerca de 40 años de docencia y reflexión, diré que se trata de la formulación de un nuevo paradigma epistémico como núcleo central de los procesos de transmisión del conocimiento y construcción social. Ahora, la totalidad de la propuesta se articula en tres ensayos, conferencias o módulos de trabajo —se ajusta a los tres medios—: el primero de los cuales, publicado bajo el título El Nicho Vacío[1], es realmente un despliegue de cada una de las ideas del Manifiesto Humanista Popular, un escrito mío del año 1984 cuyo impacto no puede medirse por el número de citaciones que tenga, puesto que se imprimió en fotocopias que circularon profusamente en la época, sino por la presencia de las ideas que contiene en los programas políticos de Belisario Betancur, Antanas Mockus y Gustavo Petro, en donde acabaron por ser decantadas.

Esto es algo que me alegra mucho —aunque hasta donde yo sepa nunca me han dado el crédito—, pues en efecto son los programas de la paz, la única causa en la que he creído, por la que he vivido, y para la que he trabajado. Tengo que decir que, de los tres, conocí a Belisario Betancur en un concierto de laúd barroco que ofrecí en la Fundación Santillana, aunque no tuvimos oportunidad de conversar realmente. Con Antanas Mockus crucé solo unas pocas palabras en la Asociación de Usuarios del Upac, que le dio el aval a la candidatura con la que ganó su segunda alcaldía, y de la que se distanció inmediatamente desde la noche misma del triunfo, entre otras cosas. A Gustavo Petro no he tenido la oportunidad ni el honor de conocerlo.

Como quiera que fuere, esas ideas eran fundamentalmente: a) La especie humana atraviesa una crisis evolutiva. b) Esta sólo puede resolverse con su extinción o con su transformación  comportamental. c) La paz es el siguiente estadio constructivo posible de la civilización. d) El método para alcanzarlo es un modelo de sociedad pedagógica fundada en relaciones humanas de carácter mayéutico. Debo añadir que, diez años antes de la aparición de la Internet, el manifiesto terminaba diciendo: “La única vía abierta hacia el futuro es la creación experimental y deliberada de una fuerza transcultural cuyos miembros se instruyen unos a otros procurando la distribución total y continua del conocimiento y la cultura”.

Entre las primeras personas a quienes en la época se lo entregué personalmente, con el mayor respeto nombraré al padre Francisco de Roux y a la doctora Genoveva Keyeux, bióloga molecular, quien me llevó al Cinep para entregárselo, así como al epidemiólogo Jaime Urrego, el neurólogo Jairo Zuluaga, el doctor Efraim Otero —ministro de Salud de Betancur—, el arquitecto y músico Javier Osorio, mis profesores del conservatorio, mis colegas profesores en los colegios Emilio Valenzuela y Juan Ramón Jiménez, en fin, todas las personas que me conocieron en esa época, que no fueron pocas dado que entre otros proyectos de ingeniería cultural fundé la escuela de música Ars Viva, el coro de cámara Phonema y el café-taller La Barroquita, proyectos todos en los que se distribuía el manifiesto y de los que constituía el fundamento conceptual.

Ahora, tengo que decir que desde La Barroquita los servicios de inteligencia del estado nunca han dejado de hacerme sentir que me tienen en su radar, cosa que por temporadas ha sido sumamente estresante para mi esposa y para mí, al entender cuán fácilmente puedo ser convertido en enemigo interno para el uso estratégico de algún poder de turno. Y todo esto por una sola causa, la única en la que he creído, por la que he vivido, y para la que he trabajado: la paz de Colombia y del mundo. Aunque, como digo más arriba, me hace muy feliz el que esas ideas hayan encontrado su curso y ayudado de alguna manera a darle forma a una idea de país, aún no se ha consolidado la paz en Colombia y esta es solamente la historia del primer módulo de los tres que conforman la propuesta.

El siguiente se titula Armonía de Enjambre, y también tiene su historia: lo presenté como ponencia en la Universidad de la Sorbona en París, cuando se me invitó a exponer allí mis ideas sobre la educación y la sociedad en dos seminarios doctorales, y fue concebido pensando que sería parte de un proyecto de alfabetización para la reinserción de los excombatientes en la implementación de los acuerdos de paz del gobierno de Juan Manuel Santos, que se empezó a elaborar en la Universidad Pedagógica por ser la consultora oficial del gobierno en temas de Educación.

Sin embargo, muy poco tiempo después de unirme como maestro de la Licenciatura en Música al equipo de la vicerrectoría de gestión que lo elaboraba, supe que había pasado a manos de la Universidad Distrital, lo que entre otras cosas coincide con un momento muy polémico de esa institución. Al entender que mi trabajo terminaría desensamblado para utilizar sus partes en proyectos diversos de un gobierno que no trabajaría en la paz, decidí no compartirlo entonces con el equipo —que ahora trabajaba sin norte— hasta no haberlo presentado en La Sorbona, donde providencialmente se me invitaba a hablar.

Aunque esta es la hora en que no ha llegado a proyecto alguno de implementación de los acuerdos, ya que he esperado que lo haga por gestión regular de mis jefes en la universidad, los primeros a quienes lo presenté, no faltará quien diga que la invitación a la Sorbona sucedió por influencia de las Farc y no por mérito académico. El caso es que inmediatamente después de mi regreso el equipo desapareció, y desde entonces se me ha escatimado todo escenario y posibilidad de socializarlo en la facultad.

Hoy añado a esta carta unas palabras —y la fecha, ya que ayer la envié con premura y sin ellas, que hacían mucha falta— para aclarar que en la facultad solo la maestra Alexandra Álvarez me invitó a presentar en dos sesiones la ponencia completa Armonía de Enjambre. Pero eso sucedió en un espacio virtual creado completamente por ella que es precisamente un ejemplo extraordinario de cómo una Maestra aportaba su tiempo, su trabajo, su creatividad, su conocimiento y sus equipos al proceso de trabajo en curso con sus alumnos en provecho de la facultad, sin que esto fuera parte de su carga académica ni por lo tanto reconocido y remunerado.

A eso le llamo yo trabajar por la paz. Pero la educación pública no puede depender para su funcionamiento de un trabajo voluntario que de todas maneras no va a dejar de hacerse, porque se hace por amor, para que los fondos públicos —recogidos de nuestro trabajo para ser destinados a su financiación— puedan desaparecer a groseras manotadas, sin el menor recato, porque se hace por codicia y no ven más allá de sus pistolas. Si yo no he iniciado por mi cuenta un espacio similar en la red para exponer mis ideas, no ha sido por temor o porque dude de ellas.

Ha sido solamente esperando que se me conceda la palabra que he pedido en el foro. Insistiendo en la gramática social de la academia. Pero no me han respondido porque temen mi palabra, pero ante la disyuntiva propuesta, sin duda es una alternativa. En todo caso, su versión original en francés se encuentra disponible en la red por su título Harmonie d’Essaim, y su versión en español, aunque —además del espacio de Alexandra— la he compartido con cuanto colega y estudiante y es parte del contenido de mis clases, aún no cuenta con un respaldo académico en la red.

El tercer módulo se titula Interlectura, en el que se despliega y consolida la propuesta de una Educación Post-Einsteiniana anunciada en el módulo anterior, y lo presentaré a la comunidad cuando se me otorgue la palabra y el espacio para la presentación al debate de los tres módulos en un solo contexto, sea este virtual o editorial, garantizando esta vez la articulación y la integridad del discurso.

Puesto que en todo este trabajo se recapitula y expone finalmente a toda la comunidad académica la reflexión silenciosa que constituye la cara alterna de la actividad docente, destilada en medio siglo de trabajo en la Facultad de Artes de la Universidad Pedagógica y del Departamento de Humanidades de la Escuela Colombiana de Ingeniería, son estas las primeras instituciones y comunidades académicas a las que con el respeto y la gratitud de toda una vida envío esta misiva, esperando que sean también las primeras en comprender la necesidad de abrir un debate de fondo sobre la educación y la sociedad como no se ha dado desde el Contrato Social de Rousseau.

[1] https://revistas.pedagogica.edu.co/index.php/revistafba/article/view/3978

*Profesor Titular, Universidad Pedagógica Nacional. Profesor asociado, Escuela Colombiana de Ingeniería.

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