Acepto solo la percepción como fuente de conocimiento, así que no puedo creer en dios alguno. Nadie lo ha visto ni podrá verlo en el futuro. Es producto de la imaginación de individuos astutos, autoproclamados como sus representantes en la Tierra, quienes lo inventaron para ganarse la vida arbitrando mentiras e intimidando a la gente hasta que se sometieran, temiendo que Dios los castigaría si no cumplían con normas convenientemente fabricadas y acomodadas.
No hay cielo, ni infierno, ni dioses, ni leyes eclesiásticas objetivas. Las únicas normas que obligan en verdad son las leyes del Estado, cuya obediencia trae recompensas y desacatarlas, castigo. Punto final.
El cielo es terrenal; es el placer que uno tiene al comer, beber, divertirse, cantar, tener sexo, que no solo debe ser con fines reproductivos. Y el infierno es el dolor que se experimenta al no poder disfrutar todas las cosas placenteras de la vida. Es una solemne estupidez cohibirse del goce en pro de obtener la salvación eterna, en un futuro inexistente; si con la muerte todo cesa y simplemente nuestro cuerpo se transforma en abono si nos entierran o en vapores de agua y cenizas si nos creman. No hay posibilidad de vivir al lado de un redentor inexistente.
Las diferencias de clase social y sus deberes distintivos son establecidos de manera engañosa por las élites interesadas. No hay leyes éticas equitativas, por lo que algunos privilegiados con posición y fortuna pueden hacer lo que quieran, mientras los vasallos, que aún existen por millones, siempre deben cuidarse de que sus acciones no traigan como resultado el dolor ajeno.
Siempre ha existido una misteriosa alianza de los representantes divinos y la clase dominante, pues en el fondo ninguno de los dos grupos cree en lo que predican. Instruyen a la plebe para hacer ofrendas en este mundo, que sacien ávidos intereses monetarios. Y en reciprocité ofrecen indulgencias y maravillas en un cielo mítico. Los creyentes e ingenuos fieles nunca saciarán su hambre y sed de justicia, que siempre se les negó durante 70 u 80 años de existencia.
Pero es la promesa falsa de que tanto sufrimiento terrenal, es un instante comparado con el gozo perenne, a la diestra de un padre benefactor y bondadoso. Ese es el manido cuento desde hace dos mil años en la iglesia católica.
Lo mismo sucede (con algunas variaciones leves en cuanto a los ofrecimientos) en cualquiera de las otras religiones monoteístas. Alá, por ejemplo, promete 70.000 vírgenes a todo aquel que se forre en dinamita y se inmole explotándose en una embajada gringa para acabar con los “infieles”. ¡Y los judíos aún esperan la llegada de su mesías, todos los sábados arrodillados e implorando al sordo muro de los lamentos! Y creen que llegará con misiles, bombas y muchos diamantes, en vez de las habilidades del carpintero aquel…
No hay alma que deje cuerpo alguno ni después de la muerte se va a otro mundo. La vida del ser humano pertenece solo a este planeta y termina aquí. Por lo tanto, debemos tratar de sacar lo mejor de esta vida, sin creer en tantas patrañas que predica la religión, apropiadas para tontos y pícaros. Nunca se debería confiar en sacerdotes, imanes, prelados, obispos, priores, salvo contadísimas excepciones y debemos hacer todo lo posible para aumentar el placer y evitarnos el dolor.
Los placeres están asociados a las bellas artes, así que debemos cultivarlas. Por supuesto, el placer no es posible en ausencia de riqueza. Con dinero puede obtenerse a manos llenas. ¿Quién puede gozar con el estómago vacío? ¿Con qué ganas podría una mujer tener un acto sexual si ha pasado tres días huyendo, pues a su marido y dos niños los asesinaron en una masacre?
¿Pero, se puede hacer cualquier cosa —estafar, pedir prestado y no pagar, robar o asesinar— para acumular poder, riqueza y placer? No, las leyes lo impiden y castigan a quien las desobedece. Aún siendo suficientemente inteligentes como para burlarlas, el delito es injustificado.
Se deben cumplir las normas de ley y evitar el castigo. Porque en la antigüedad la justicia era muy parcializada. Los reyes, que tenían el poder sobre las leyes del Estado, hacían lo que querían: cualquier cosa para aumentar su riqueza, poder, placer y dominio. Confiaban en la ignorancia de la gleba y el designio divino. Por fortuna los reyes ya son reliquias del pasado y los dioses van de bajada.
En menos de 20 años, la religión habrá desaparecido en 20 países de Europa. Desgraciadamente, todavía existen ciertas castas políticas en estos países subdesarrollados, como el nuestro, que vienen usufructuando —como los reyes— la candidez de pueblos cautivados y atemorizados con las llamas del infierno y promesas de un goce divino en la eternidad futura.
Son los pobres, domesticados con la magia de las religiones, que se mueren en la ignominia, confiados en que dios proveerá, que haga su santa voluntad y obre por caminos inescrutables, misteriosos e insondables…
Por eso le temen a los cambios, a la democracia, al Estado laico, a la equidad de género, a la educación universitaria gratuita y de calidad; a la erradicación del analfabetismo, de la desnutrición y al fomento del pensamiento crítico, de la justicia igualitaria. No solo para el desposeído, como viene sucediendo tristemente en nuestro país (no somos los únicos, si eso les consuela).
Es hora de que las cosas cambien. No más racismo ni homofobia; ya fue suficiente el sufrimiento, el crimen, la sangre derramada y la mezquindad de un presidente que despreció la paz del gobierno de Santos y en vez de cimentarla, arreció la guerra infame.
El futuro se puede mejorar si empezamos a erradicar vicios y mitos de nuestra existencia; hay que aprovechar las circunstancias inigualables, después del gobierno más oprobioso, nefasto y mediocre de nuestra historia como república dizque independiente…