Esta semana, en una clase percibí que una delgada niña de aproximadamente 12 años, sentada en su pupitre, se frotaba las manos, apretaba los dientes y movía sus pies con intensidad frenética.
Sus labios adquirían una coloración morada. Sospeché que era el típico helaje que a partir de las cuatro de la tarde en esa zona de Bogotá penetra en los huesos. Sin embargo, los ojos de la niña buscaban mi mirada como pidiendo auxilio.
De repente ella venció su timidez, se levantó de la silla, se acercó y me dijo: “¡Profe, qué pasó con los refrigerios!, no he desayunado ni almorzado y me estoy sintiendo mareada”.
Ese día el camión de refrigerios de Compensar se quedó varado y no pudo subir la loma para llegar al colegio. Escarbé en mi mochila y encontré un paquete de maní, una manzana y una mandarina. Se los ofrecí… Ella los devoró en segundos y, tuvo que terminar la jornada escolar recostada en la camilla de enfermería, pues no tenía energías para permanecer sentada en el salón.
El presidente Duque y la vicepresidenta Marta Lucía, en vez de pedirle a la FAO que retire a Colombia de la lista de riesgo de hambre aguda en 2022, en donde aparece peor ubicada que Honduras y Haití, deberían hacer un recorrido por las montañas de Ciudad Bolívar y conocer las realidades de los ciudadanos que allí habitan. El hambre en Colombia es real.