Eduardo Lemaître Román me llamó un sábado de 1991 para pedirme que lo fuera a visitar al día siguiente a las once de la mañana. Cuando llegué, me estaba esperando, después del riguroso saludo fue al grano y me dijo:
—¿Trajiste tu cuaderno de notas?
—Claro que si doctor Lemaître –le respondí.
—Bueno, por favor comienza anota –me dijo mientras comenzaba a hablar…
“El 18 de septiembre de 1994 se cumple el centenario de la muerte del doctor Núñez y está prevista la siguiente celebración…”
Lemaître siguió describiendo lo que tenía en su cabeza preparado para aquel centenario que entonces llevaba tiempo preparando, yo lo quedé mirando sin anotar una palabra.
—Mijita, toma nota que esto es largo y no te vas a acordar de todo —me dijo cuando se percató que yo no escribía.
—Usted me está diciendo todo eso porque cree que va a morir antes de esa fecha, ¿cierto? —le respondí con aquella pregunta.
Lemaître me miró asimilando lo que sintió como un golpe bajo, y él que a pesar de sus años sentía un profundo respeto por la muerte.
—Ay mijita es que a veces me siento tan débil que no creo que llegue hasta ese día —me dijo mirando lejos pero como si fuera una reflexión consigo mismo.
—¿Sabe qué? Me da pena con usted, pero no voy a tomar nota, porque si yo escribo eso, usted descansa en mí y se muere, pero usted va a estar vivo para esa celebración. Mañana le voy a traer una película —le dije sin aceptar ninguna excusa a cambio.
A las cinco de la tarde del día siguiente llegué con mi betamax y le puse el documental, muy usado para capacitación empresarial entonces llamado El poder de una visión, hice énfasis en un pedazo dedicado a la forma como Víctor Frankl decía que había sobrevivido a los campos de concentración nazi porque tenía proyectos pendientes (para quienes interese les dejo fragmento del documental
—Ay mijita no me has traído una película sino una medicina —me dijo cuando terminamos.
Lemaître continuó preparando el centenario de Núñez y en septiembre de 1994, cuando faltaban tres días le conté esta experiencia a una de sus hijas.
—Creo que a tu papá hay que buscarle otro proyecto, porque después del domingo queda sin proyecto de vida y se nos va a morir pronto —le dije.
Dos meses después, salí a cabalgar sola y me dirigí hacia el Manantial, un pequeño y paradisiaco remanso de paz que él mismo Lemaître había hecho en las afueras de Cartagena, y allá lo encontré con Miriam su esposa. Charlamos un rato y después los dos me escoltaron en su carro hasta la finca hasta que nos despedimos. No lo volví a ver, se nos fue cinco días después.
Eduardo Lemaître Román, mi gran maestro, el intelectual de quien recibí gran influencia, y el hombre más grande que tuvo Cartagena en la segunda mitad del siglo XX, se nos fue aquel viernes 25 de noviembre de 1994, pero habiendo celebrado el centenario de la muerte del doctor Núñez.
— “Ya puedo morir tranquilo” —había dicho premonitoriamente a los medios el día del centenario.
Confieso con la mayor humildad que sentí, que gracias a lo aprendido con los expertos de la Zona Industrial de Mamonal, había mediado para agregar tres años a su ilustre vida, una minucia comparado con lo mucho que me había enriquecido con su amistad y sabios consejos.
Comparto enlace con una brevísima biografía de Eduardo Lemaître, especialmente para los más jóvenes, porque además de ser un intelectual tenía el don de la palabra y de la charla amena, jamás cansó a un auditorio.
Concluyo dando sentido al título de esta nota, porque Lemaître aprendió de Víctor Frankl lo mismo que ahora se puede leer en un libro o ver en documental y se conoce popularmente como El secreto
Qué mayor satisfacción para un ser humano que morir después de haber culminado su obra, un verdadero privilegio.