Estuvo dando vueltas por la ciudad sin ningún rumbo. Caminó las calles de un barrio cualquiera durante horas, no quería (ni podía) llegar a casa y necesitaba hacer tiempo. Vio desprevenido un póster de una mujer oriental en una peluquería. Luego se dejó seducir por una tienda de decoración en la que había cojines con diseño de hojas.
La obsesión por el naturalismo artificial, pensó. Se aburrió de ver todos esos diseños que ahora están por todos lados. Salió de la tienda mareado. Unas gotas gordas empezaron a caer. Mierda, el abrigo. Dio vuelta a la esquina y encontró un museo de arte contemporáneo. Era pequeño, el recorrido serviría para escampar y hacer un poco más de tiempo. Ingresó y en cuento se enfrentó a la primera obra le pareció demasiado tropical para su gusto.
Una cabeza de un toro sobresalía, fucsia, sobre un fondo azul. Los ojos del toro se veían furiosos, pero el fondo daba la sensación de paz. Siguió desinteresado por el salón y vio una figura que se le hacía familiar: una mujer, de espaldas, negociaba un cuadro. Su pelo y su vestimenta eran inconfundibles.
En cuanto la vio supo que había sido un error no regresar a casa. Y no podía escapar, pues ella ya lo había visto.