Soy costeña y mi acento lo evidencia. Me enorgullezco de mis raíces y en cuanto al uso de la lengua, me preocupo por cultivar mejor el léxico funcional. Hay valía y hay derecho en hacerlo. No obstante, infortunadamente, el punto al que ha llegado la minimización social en el acto educativo, nos hace reflexionar todavía más sobre el impacto ante cualquier ápice de diferencia sea juzgado y castigado con desdén.
El acto educativo, ya sea en el aula virtual o en la presencialidad, sobre todo por el regreso tras la pandemia, no puede convertirse en más tragedia, ni mucho menos en desfachatez. Está más que clarísimo que en América Latina y en especial, en Colombia, la "revolución educativa" no ha pasado de ser un simple "llamado" que no ha hecho ningún boom. Pese a todos los esfuerzos del MEN por la mejora de la calidad de la educación y la gestión en el fortalecimiento de las competencias comunicativas tanto de docentes como estudiantes, su universo de significados poco o nada han sido aplicados. Sobra decir que su interpretación ha sido amplia desde distintos frentes, pero mínimo su empleo hoy.
Ante los baches y errores del ejercicio docente, seguir patrocinando (por desgracia) un rol de autoritarismo en clases solamente nos reafirma que la evolución es una cuestión de actitud, dado que las razones para el salto a un crecimiento formativo es algo urgente. Una vez más con lo sucedido con la exreina del Carnaval de Barranquilla Stephany Mendoza, en pleno siglo XXI, vemos cómo estos modelos anticuados siguen imperando, en especial en las áreas de jurisprudencia.
Entonces, ¿qué lugar poseen la mediación y la colaboración participativa en la generación de aprendizaje? Ninguna ciudadanía sostenible futura puede tener cabida sin una comunicación formativa solidaria desde el aula de clases, sea la que sea, en especial, si ésta pretende ser de jurisprudencia.
Ahora, las variables de contracorriente traen consigo esos gérmenes de represión a la libertad cultural que asienta con mayor voracidad que los protagonistas de aprendizaje dejen de ser actores sociales de cambio. Cabe mencionar que lo que recrudece la situación radica en que el derecho, como ciencia social per se, se autovalide objetivamente, pese a toda descalificación y censura que se se realiza al otro “yo” por su origen, lengua, creencia, visión de mundo, etcétera, sujeto(s) de enseñanza.
De modo que el acento costeño solo es uno de la vasta lista en nuestro país, uno que es diferente en su estructura fonética, lingüística y semántica. Uno que, como cualquier otro, también posee validez. Es un un acento con sus características y peculiaridades. Es un acento que, como el palenquero, el opita, el chocoano, el isleño, el paisa, el rolo, el samario, el caleño, el pastuso, el llanero, el amazónico, entre otros, también merece aceptación y tolerancia cultural. No tiene ni sentido ni utilidad sociocultural discriminarlo. No es lógico condenarlo, ni mucho menos que la persona que nace con él se sienta condenado por poseerlo.
Finalmente, la aplicación de teorías psicoanalíticas en las aulas de formación se ocuparían mejor de estos lamentables hechos haciendo que sus soluciones sean más asertivas en virtud de racionalizar todo desatino de pulsión, no solamente en esta área de conocimiento, sino en todas las que puedan involucrarse y generarse en tiempos venideros.
Por consiguiente, cualquier posible redressment se convertirá en tarea obligada para todo tipo de currículos programáticos, donde la intersubjetividad, el aprendizaje multicultural y la pluriculturalidad obligue a los agentes educativos a normalizar sus actuaciones y procederes de manera ecuánime e igualitaria.
