Hay muchos interrogantes en el caso del hijo del presidente de la Corte Suprema de Justicia, magistrado Luis Gabriel Miranda, que son indicio de la peligrosa injerencia y el poder amedrentador de las Altas Cortes sobre los ciudadanos de a pie.
¿Qué hacía el muchacho con el carro oficial en horas de la noche en la avenida Boyacá con calle 160? El magistrado, quien aseguró no actuar como presidente de la Corte en este caso sino como papá, se lo prestó “mientras adelantaba unas diligencias para viajar al exterior”. Como esas diligencias no fueran una despedida sentimental con su novia, ¿cuáles más podrían ser cuando los hechos ocurrieron después de horario laboral?
Inquieta también que la policía acuse al muchacho de actos obscenos, una contravención por la que tendrían que detener a medio país todas las noches. Es cierto que desde fuera no es factible ver hacia dentro de un carro blindado con vidrios polarizados, por lo tanto no es creíble que hubieran detectado dichos actos a no ser que los ocupantes accedieran abrir la puerta y dejarse pillar in fraganti.
Pero, claro, si las cosas estaban “muy movidas” dentro de la camioneta, los agentes han podido suponer que algo parecido a una explosión (de amor) estaba sucediendo y por lo tanto era indispensable detener a semejante par de terroristas.
Es muy probable que ante las insistencias, el hijo del magistrado abriera la puerta y reclamara airado por tan inoportuna interrupción. Y fue allí que seguramente se presentó la gresca y las palabras fuertes entre agentes y tortolitos que en su frustración erótica decidieron llamar a su papi, (que no al presidente de la Corte). ¿Para qué molestar a un hombre tan importante, que tendría que despojarse de su preciosa toga para descender del Olimpo y defender a su cría? Si el muchacho fue capaz de “mover” la camioneta, lo más probable es que tuviera la madurez suficiente para resolver el asunto solito.
Imagino que de alguna manera salió a relucir el consabido ¿usted no sabe quién soy yo? Esta frase odiosa detonadora de varios equívocos, de la molestia policial humillada frente a la prepotencia de los poderos y del abuso del poder que intenta vías “especiales” para resolver los conflictos.
Lo mínimo que podríamos esperar es que el hijo del más alto magistrado de la Corte Suprema de Justicia hubiera recibido instrucciones de su familia sobre el respeto a la ley y el acatamiento de sus fallos. Dura es la ley, pero es la Ley, dicen los abogados, así en muchos casos se equivoque, como pudo pasar con el excesivo celo utilizado para detener los supuestos actos obscenos.
Finalmente preocupa que no solo llega el magistrado al CAI, cosa que debió asustar a los agentes, porque se han topado nada más y nada menos que con el “hijo de Fulano de tal”, sino que llega una exaltada mujer, al parecer la descompuesta madre del muchacho y amenaza a gritos: “No se ría que le va a salir caro esto” ¿Cómo así que le va a salir caro? ¿A quién y por qué? ¿Por meterse con su hijo? De ser así: De la justicia, ¡líbranos Señor!
Este insignificante incidente, en un país lleno de problemas, merece atención precisamente por ser quién es el padre del ardiente muchacho. Usted no está para ponerse en esas, porque usted, señor magistrado, no se puede quitar la investidura por la noche cuando sale a defender a su hijo, por el contrario es cuando más debe llevarla con altura y dignidad.
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