Son las siete de la noche de un jueves de comienzo de año. La muy comercial y transitada carrera 24, llegando a la calle 80 en Bogotá, a esta hora está vacía. El barrio San Felipe parece dormitar cuando todos los talleres de mecánica que lo rodean y las panaderías y las tiendas deportivas cierran sus puertas, sobre las seis de la tarde.
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En medio de la soledad de la calle, entre la 75 y 76, hay dos lugares abiertos. La Embajada y el Club de la 76 están separados por escasos 60 pasos, unos 40 metros, tres casas para ser más exactos. En los dos se juega tejo, se toma cerveza y se come la tradicional picada de rellena, chorizo y papa criolla. Actividades muy populares en este sector del norte de Bogotá, que de día está atiborrado de mecánicos y sus talleres y de comerciantes y trabajadores de medio estrato.
Aunque la actividad principal de los dos lugares es la misma, el entorno es radicalmente diferente y el ambiente que se respira adentro también lo es. Aunque el Club de tejo de la 76 lleva abierto más de cien años, desde 1913, y sus largas canchas de 20 metros muestran el popular juego en su verdadera expresión, La Embajada, abierto hace no más de tres, de canchas a la mitad, y al que le dicen canchas de tejo para ‘gomelos’, parece interesar más. Al menos este jueves, el naciente lugar tiene cinco veces más clientes que el tradicional club que inició a comienzos del pasado siglo. En La Embajada hay no menos de 50 personas.
La Embajada nació en 2018. Solo bastó una tarde de juega tejo entre Juan Sebastián Otero y su amigo, y hoy socio, Daniel Lozano, ambos ingenieros industriales de la Universidad Los Andes, para que empezara una idea y se materializara meses más tarde, ya en 2019.
Entre los sonidos de la explosión de las mechas y el característico olor a pólvora que estas dejan, Sebastián Otero cuenta que su amigo Daniel Lozano era socio de tres amigos más, también de Los Andes, en otro emprendimiento: cerveza artesanal, quienes dejaron a un lado sus estables y bien remunerados trabajos en el sector privado para unirse al negocio del tejo, que, junto a su cerveza hecha en Boyacá, departamento cervecero por excelencia, fue la mezcla perfecta para un negocio que ha dado buenos frutos en tan poco tiempo. Los cinco socios lograron, acompañados con algunos inversionistas, montar unas canchas de tejo tradicionales puestas en un entorno diferente, una idea tan innovadora como atrevida, que ha mostrado éxito.
Para La Embajada y sus dueños lo más importante de su negocio es la juega de tejo y el rescate que de este deporte se está haciendo entre sus clientes, personas que no gustan y no se sienten cómodos los populares lugares donde tradicionalmente se juega el también llamado turmequé, que es el único deporte autóctono colombiano, que los muiscas jugaban hace más de 500 años con discos de oro.
En el tradicional club de la 76, con sus larguísimas canchas que llaman potreros, los clientes, clase obrera y trabajadora, juegan totalmente iluminados, como si tuvieran encima la claridad del día. Bajo sus mesas están las canastas de cerveza que ellos mismos se van sirviendo. El chico de tejo casi siempre es apostado a que lo pague el equipo que pierda. El juego lo amenizan a todo volumen los populares Vicente Fernández, Alci Acosta, Jessi Uribe y Pastor López. Los clientes de este lugar saben jugar al tejo; conocen sus mañas y revientan mechas y embocinan y gritan y un madrazo acompaña los malos lanzamientos.
La Embajada, a diferencia de sus vecinos del club de la 76, están en un lugar cerrado y ambientado con luces de colores, donde predomina el rojo que se estrella con el amarillo intenso de las escaleras y el azul de sus paredes. Si este lugar no tuviera siete canchas de minitejo al fondo del local, no se diferenciaría en nada a un buen bar de la zona rosa. Aquí se escucha buena salsa clásica con un sonido profesional que incita más a bailar que a lanzar el tejo.
Todos los espacios del lugar: la entrada y grandes puertas de vidrio, la barra, el bar atiborrado de botellas de licores, la cocina, el segundo piso donde hay dos mesas de bolirrana, y hasta los baños, tienen el toque de fino diseño que sus socios le han puesto.
También la comida, preparada por dos chefs profesionales, que en el fondo quiere ser la misma picada de rellena, chorizo y papas criollas, es diferente y tiene un toque de sofisticación que es imposible ver en una popular cancha de turmequé. Allí la rellena no es el típico pedazo alargado de arroz encajado dentro de la tripa del cerdo, sino unas finas croquetas de este mismo arroz, que acompañan a las papas criollas y a un chorizo bañado en salsa dulce hecha a base de guayaba. Otro de los platos insignia del lugar es la lechona marinada en su cerveza artesanal, que se ha ganado un merecido reconocimiento.
En el club que tiene 100 años de historia, donde sus clientes hacen parte de la clase trabajadora de la zona y de otras cercanas, la cerveza vale cuatro mil pesos. La tradicional picada, que bien se come con las manos y atiborrada de ají, se consigue desde 20 mil en adelante.
Los precios de La Embajada también se asimilan a los de un bar de la zona rosa y no pelean con los de sus colegas del tejo. La pola más económica, que se llama Ismael, hecha a base de maíz y tiene su base histórica en los antepasados indígenas del altiplano, cuesta doce mil. Sus picadas arrancan desde 56 mil y sus shots de licor desde los siete mil.
Aun cuando los dueños de La Embajada no gustan mucho de la etiqueta de ser reconocidos como los de las canchas de tejo para ‘gomelos’, la verdad es que es el lugar de moda en el norte de Bogotá para acercarse a este juego ancestral, que sus clientes poco o nada jugaban en los lugares populares, como en el club de la 76, el tradicional y famoso sitio que lleva más de un siglo siendo el lugar para que los menos refinados tomen pola, coman picada y jueguen un chico de tejo.