1994: Hay una pareja de alemanes que se pelea en la primera fila del tren. La chica rubia intenta leer su libro mientras afuera, en la ventana, el paisaje va pasando como si fuera una película interminable. El matrimonio teutón se exalta, no sabemos lo que dicen, pero sí sabemos lo que sienten: el hastío de los años, la desilusión constante, las ganas de mandarlo todo a la mierda. Así que la muchacha de pelo amarillo, nariz respingada y cara lavada se levanta del asiento y se hace en la parte de atrás en donde está él, un muchacho con pinta grunge que vino desde América a visitar a su novia en Madrid. No le bastó una semana para comprobar que la relación estaba rota así que, entre amargado y furioso, decidió irse de España para recorrer un poco el continente donde nacieron los escritores que acostumbra leer. Un par de bromas típicas antes de conocerse, un vino y el espectro de una bisabuela son fundamentales para que ella, que lo único que la espera es una comida con su mejor amiga en París, decida bajarse en Viena con este gringo apuesto y soñador. Recorren las calle empedradas de la ciudad, visitan el cementerio de los sin nombre, un camposanto en donde están todas esas personas que se ahogaron en el Danubio y no pudieron ser identificadas, se besan en una noria mientras el sol se esconde y la ciudad se deshace en sombras y empieza a suceder lo inevitable: a medida que hablan el manto del amor los va cubriendo y lo único que queda, después de escuchar a un vagabundo dedicarles un poema con la intensidad de Keats, es acostarse a mirar las estrellas e intentar detener el tiempo en una sola noche, en un solo abrazo. Al otro día las promesas de volverse a encontrar seis meses después en esa misma ciudad flotan en la despedida. La distancia no es un impedimento para que el amor se agote. Al final cada uno toma su camino y les queda esa soledad entre deliciosa y triste que queda después de amar y huir.
2004: El muchacho está diez años más viejo y se ha vuelto un escritor de éxito. Su novela, basada en esa noche vienesa en los noventa, ha sido un hit. Su editor le organiza una gira promocional y allí está él en París, coqueteando con una atrevida francesita que lo entrevista y lo admira. Sus horas en la ciudad luz están contadas, mañana estará en otro aeropuerto sometido a la tediosa rutina de autografiar libritos. La rueda de prensa va languideciendo cuando la ve a ella, a su hermosa Celine, la misma que no cumplió su promesa de volver a verse en Viena por culpa de una abuela enferma, la que creía perdida para siempre ahora está ahí, aunque no sea la misma, aunque ahora dedique su tiempo a reparar las atrocidades que han hecho los europeos en África. El avión de Jesse saldrá a las diez, tienen un par de horas para pasear por allí y él cuando la mira… él cuando la mira se deshace, el cuándo la mira está aterrado, él no sabía que las mujeres podían ser como esta parisina oenegera y mamertosa, pero divertida y hermosa. El tiempo pasa, el sol se empieza a esconder, él no se quiere desprender de ella y Celine sufre por dentro y en el auto, rumbo a su despedida final y definitiva, cuando sabe que Jesse está casado con otra mujer, que acaba de tener un hijo, lo maldice y hace catarsis una década después: Me secaste el amor en una sola noche y ahora no puedo ser feliz con nadie, ya no tengo nada para dar. El hombre tiembla, la acompaña hasta el apartamento cubierto de madreselva. El avión va a salir en cualquier momento pero no importa, tiene el tiempo suficiente para entrar a la casa de ella y saber cómo vive y que música compone. Se sienta, Celine toma su guitarra y en ese vals precioso e intenso ella también cuenta la historia de una noche en Viena cobijada por las estrellas al lado de un joven rebelde parecido a Kurt Cobain que la abrazaba y le decía cosas muy lindas al oído. Se quedan en silencio, ponen un disco de Nina Simone y ella le dice que tiene que irse, que la vida sigue y en América está el destino que él ha elegido. El hombre se encoge de hombros, mira bailar al amor de su vida y el fundido final nos sugiere que Jesse ha elegido quedarse.
Y durante diez años no volvimos a saber nada de estos personajes que son tan inseguros y torpes como nosotros, de esta gente que habla trivialidades y sufre y ríe como cualquier mortal. Estamos enamorados de ellos, que duda cabe, por eso nos alegra tanto encontrarlos en Grecia, con una parejita de adorables gemelas, un poco más gordos, un poco más viejos y también un poco más fríos. Seguramente si hubieran estado una noche en Salónica diez años atrás hubieran roto la cama, ahora el lecho nupcial solo sirve para consolar a una de sus hijas atormentada por una pesadilla o solo para discutir, justo como están haciendo ahora, para gritarse sus miserias, para comprobar que todas esas historias baratas que nos habían contado del amor, no eran más que una bola de mierda.
Las tres películas de Richard Linklater se deben ver seguidas y como un todo. Diecinueve años duró rodándola y perfeccionando a sus personajes. Tanto Ethan Hawke como Julie Delpy crecieron con Celine y Jesse y hasta llegaron a coescribir los diálogos de esta última entrega. Hace mucho no las veía y si no escribí en su momento sobre Antes de la medianoche fue porque recordaba los efectos devastadores que puede dejar ver sus dos primeras partes. Sí, Linklater no llega a hacer una película sino una antropología del amor. Por eso es que nos sentimos tan identificados con ellos, en sus miserias, en sus dichas, en sus frustraciones y en sus deseos. El nivel de los diálogos, intrascendentes, divertidos, profundos, cotidianos, solo pueden compararse con los del maestro Eric Rohmer.
Si no has visto las dos primeras desaconsejamos visionar suelta Antes de la medianoche. Enciérrense con su pareja este fin de semana y de la mano de Jesse y Celine entenderán que las historias de amor, por más dulces y hermosas que sean, tienen el mismo final amargo.
