El hombre que durante años sirvió a Pablo Escobar tiene en su celda un radiecito, un escapulario y una silueta de un pingüino. Un afiche de la Virgen María, trece letras de colores que sumadas dicen Espíritu Santo y dos chapas fijadas en uno de los muros. Una dice: John, poseedor de la gracia de Dios. La otra: Jairo, el iluminado.
La cárcel de máxima seguridad de Cómbita se asemeja a un castillo medieval. Granítica e imponente se alza sobre una planicie de árboles que se mecen con el viento. Está rodeada de una kilométrica alambrada de púas tipo navaja. Y su espacio aéreo permanece restringido. “SKR33 Cómbita: riesgo de interceptación en caso de penetración inadvertida”, según consta en un acta de la Aerocivil. En el primer control me solicitan que mire la cámara. Foto, detector de metal, huellas dactilares, firma. Luego otro detector de metal. Después una, dos y tres rejas hasta llegar a una puerta de hierro. Ingreso a un pabellón bañado por luz brillante de la mañana. Una torre de cinco pisos de altura recorta el horizonte. John Jairo Velásquez se acerca. Es bajito y macizo y su piel es de alabastro. Pelo encanecido. El hombre que alguna vez fue grande en el bajo mundo es pequeño, más pequeño de lo que yo suponía. Nos sentamos en dos sillas plásticas bajo el ojo de una cámara que observa, según el Inpec, las 24 horas del día, los siete días de la semana, los doce meses del año. “Llevo 21 años y seis meses preso. Pertenecí al Cartel de Medellín como mano derecha de Pablo Emilio Escobar Gaviria”, me dice, henchido de orgullo. Por este patiecito de techo enrejado, que más parece una trampa para langostas, desfilan, año tras año, los peces más gordos del narcotráfico antes de ser enviados a Estados Unidos. De las veinte celdas que conforman este anexo ahora hay ocupadas dos: la de él y la de Erickson Vargas, “Sebastián”, jefe de la “Oficina de Envigado”. Después de 22 años detenido a “Popeye” le gusta hablar. Con los guardianes, con los sicólogos del penal, con los compañeros de patio, con sus familiares, con los funcionarios de la Fiscalía. Y con los periodistas. Habla y habla y habla y cuando lo hace su boca escupe candela. Se abulta de orgullo. Se exalta. Manotea. Enfatiza. Enaltece. Mancilla. Pontifica. Juzga. John Jairo Velásquez Vásquez es un predicador de la violencia. Sentarse con él es como escuchar al juez Holden, el inquietante personaje de la novela de Cormac McCarthy, Meridiano de Sangre, que reúne a su tropa para disertar horas y horas sobre el bien y el mal. ¿Cómo es el ADN de un asesino profesional?, le pregunto, sin aspavientos. “Un sicario profesional es un hombre que no mata por placer, es un hombre que es disciplinado. El asesino malo cierra los ojos y vacía el revólver. El sicario profesional inicia con un revólver y la pistola es para la salida, por si tiene un encuentro con los escoltas del objetivo o con las autoridades. Y siempre mira de frente”. Siempre mira de frente. El hombre que escribió varios de los párrafos de nuestro libro del horror perteneció a la escuela de oficiales de la Policía Nacional. “Escalo hasta convertirme en jefe de sicarios por ¡di-sci-pli-na! Todo el mundo dice que Pablo Escobar era el Cartel de Medellín, no. Pablo Escobar era la cabeza y nos enseñó a trabajar a todos; pero los que creamos la locura fuimos nosotros que trabajamos en Bogotá, en el exterior, en Medellín y en Cali”. El hombre que a punta de metralla hizo que en 1991, la Asamblea Nacional Constituyente reescribiera la Constitución para abolir la extradición de colombianos posee en su celda un mueble donde guarda su ropa. Sobre una repisa tiene sus medicinas, tres blocks de hojas tamaño carta, una calculadora, un bolígrafo y un pocillo de plástico, verde y feo, en el que ya no toma café porque dice que es perjudicial para la salud. El hombre que vivió para matar y que mató para vivir hoy se mantiene en forma caminando y saltando el lazo. Su presión arterial es 100/60. Como pregunta no es original y como respuesta es una auténtica bofetada a la razón. Pero la hago. “Con mis propias manos, según mi proceso de la Fiscalía, yo maté alrededor de 200 personas y tengo que ver en la muerte de 3.000. Porque hay algo que se llama concierto para delinquir y nosotros nos asociamos para todas estas muertes, porque así uno no participara en una bomba, uno movió la dinamita o llevó el dinero para que colocaran la bomba”.
1. El enojo del dragón El hombre que le huye al frío y que cubre los barrotes de su celda con una cobija recuerda el día que el dragón salió de su madriguera. “Cuando le colocan la bomba en enero de 1988 al edificio Mónaco, que la colocan los hermanos Rodríguez Orejuela y Pacho Herrera, Pablo Escobar empieza a despachar bombas para todas partes: se cree que son 240 bombas”. El hombre que tiene en su celda un pequeño espejo y un frasco de Oriflame para el cuidado de la piel, me cuenta cómo se convirtió en terrorista. “Cuando Jorge Luis Ochoa Vásquez regresa de España después de haber estado detenido, él le trae un regalo a Pablo Emilio Escobar Gaviria a finales del 86: que es “Miguelito”, un terrorista de la ETA. Y en Colombia no estaba la técnica de carro bomba a control remoto. Ése fue el día que se partió en dos la historia de Colombia. Todos aprendimos a manejar los carros bomba, a hacerlos”. El año que el país nunca debería olvidar: 1989. El Cartel de Medellín dinamitó las sedes de El Espectador y Vanguardia Liberal, 85 artefactos de menor poder contra Drogas La Rebaja, un camión bomba contra el edificio del DAS, un carro bomba contra el gobernador de Antioquia, Antonio Roldán Betancur, una carga de 18 kilos contra el hotel Hilton en Cartagena, y, según El Tiempo del 20 de junio de 1991, otras cien bombas entre septiembre y diciembre contra supermercados, entidades financieras, colegios e instalaciones eléctricas. También, sí, dinamitaron un avión de Avianca que le costó la vida a sus 107 pasajeros. Cuando quiere enfatizar una idea, John Jairo subraya sus palabras con su dedo índice. Una veces lo levanta y otras lo apoya sobre la palma de la otra mano. Como si apretara un detonador. “El avión de Avianca fue un golpe de mano brutal del Cartel de Medellín. Financiado por todo el Cartel en pleno, inclusive por el suegro de Juan Pablo Montoya, John Freydell, que ahora vive en España y es ciudadano español. Se hace para ejecutar a César Gaviria Trujillo, porque después de la muerte de Luis Carlos Galán, él enarbola sus banderas y empieza a hablar de extradición. Cuando cae el avión el país se desencaja. Y lo grave es que la bomba la monta al avión el DAS, ¡el Departamento Administrativo de Seguridad!”
2. La peste de la memoria El hombre que cuando habla escandaliza a quienes prefieren no recordar, nació hace 50 años en Yarumal, pueblo célebre para la comunidad científica porque allí habita el mayor grupo de personas con alzhéimer en Colombia. El año pasado, el Grupo de Neurociencias de la Universidad de Antioquia, fue noticia internacional por la publicación de su ensayo La peste de la memoria que podría ser la esperanza para 35 millones de personas que padecen la enfermedad en el mundo. El hombre que recuerda y recuerda proviene de un pueblo de olvidadizos. A través de la reja que cubre el techo del patio, John Jairo observa todos los días retazos de firmamento. El cielo de Boyacá puede variar rápidamente de un azul resplandeciente a un color grisáceo, similar al de los muros de concreto sólido de su celda. El hombre que mira al cielo y que le teme al infierno, me hace esta revelación. “Los Stinger eran el sueño de Pablo Emilio Escobar Gaviria. El patrón logró conseguir una parte, pero no consiguió las ojivas. Nosotros íbamos a Miami a buscarlos con traficantes de armas. Se logró conseguir la mitad y los encontraron en una caleta en Medellín. El patrón pensaba volar cinco aviones al mismo tiempo. Cuadrar un bandido en el aeropuerto de Cúcuta, otro en Eldorado, a la misma hora, y soltarles cinco coheticos de éstos”. El hombre de las confesiones estremecedoras duerme nueve horas seguidas y afirma que nunca tiene pesadillas. El hombre que dice y dice y dice, relata cómo empezó la cacería contra los miembros de la fuerza pública. “Resulta que cuando se arma la guerra contra el Cartel de Cali, la Policía Nacional, dirigida por los hermanos Rodríguez Orejuela, se une a la guerra, pero no como institución ni defendiendo al país, sino que toman partido y comienzan a matar jóvenes en las esquinas de Medellín. Porque creían que todos los jóvenes de Medellín eran sicarios de Pablo, pero no, los sicarios estaban en las caletas con los fusiles esperando el momento para salir a actuar. Entonces el patrón abrió todas las caletas de armas y las regamos por todos los barrios y les salimos. La primera noche matamos siete policías. Y con la primera bomba matamos 17. Nosotros matamos 540 policías, herimos 800 y 1.000 desertaron de la institución”.
3. Amor El hombre que declara que todavía siente un profundo amor por su extinto jefe, describe la última vez que lo vio con vida. “Cuando me despedí de él, yo le di un abrazo y nos miramos a los ojos. Yo salí de la caleta y luego salió él en un Renault 4. Yo estaba en la cárcel Modelo cuando lo mataron, ese día me lloraba el alma, me sentí un cobarde por haberlo dejado solo”. El hombre que en la cárcel se vio obligado a compartir la ducha con sus enemigos, los hermanos Rodríguez Orejuela, levanta la voz, rubrica con su dedo y dice con vehemencia que ellos van a morir como unos perros en Estados Unidos y que él va a morir libre. Porque saldrá pronto. En agosto. O septiembre. “No espero que la sociedad me acepte en forma grande porque nuestro problema fue muy delicado. Pero yo estoy preparado es que, haciendo una fila para pagar los servicios y alguien se me ponga al frente, no nos agarremos a balazos. Yo me encontré unas armas más grandes que el fusil AR-15 y es la ley. Yo me di cuenta que la ley también opera a mi favor. Cuando yo tengo un problema con un guardia no necesito irme a las manos con él. Sino que llamo a la Procuraduría y ellos vienen y dirimen si el señor dragoneante tiene la razón o si la tiene el niño “Popeye”. A no ser que esté sumando los trece meses que pasó en La Catedral, de la que su jefe, él y ocho secuaces más se marcharon el 22 de julio de 1992 como Pablos por su casa, dejando atrás la discoteca, el bar y el jacuzzi, los billares, un gimnasio, la cancha de fútbol con iluminación nocturna, el chalet, los equipos de comunicaciones y un ejército de palomas mensajeras, el hombre que pronto saldrá de prisión no lleva 21 años y diez meses encarcelado como él afirma. Hoy, 30 de enero de 2013, John Jairo Velásquez completa 20 años, tres meses y 22 días tras las rejas. Su segunda entrega a las autoridades se produjo el 8 de octubre de 1992. El recluso que lleva 7.414 días bajo un estricto régimen penitenciario dice que no lo atormenta la posibilidad de que cuando recupere su libertad un sicario lo encuentre. “Yo no pienso mucho en eso, yo soy muy positivo. Yo la muerte mía… nunca he pensado en eso… Bueno, me gustaría que fuera de un infarto o que estuviera con una sardina bien linda chupando trompa o haciendo el amor. Y si es a bala pues que a bala sea”. La celda de este hombre es bastante modesta. Cuenta con una llave de agua, un sanitario, algunas pertenencias. Entre todas ellas se destaca un ejemplar del libro El verdadero Pablo: sangre, traición y muerte, escrito por Astrid Legarda y donde se narra su ascenso dentro del Cartel de Medellín. De una de sus páginas extrae un papel. Lo desdobla y lo mira. Es una fotocopia del periódico El Colombiano. “Aquí tengo un comunicado del 24 de julio de 1992 donde nos atribuimos el secuestro de los funcionarios de la cárcel La Catedral, el viceministro de Justicia Eduardo Mendoza y el director de prisiones Hernando Navas Rubio. Éste es mi mayor orgullo, haber firmado un comunicado con Pablo Escobar”. Esta entrevista hizo parte de un especial de la guerra contra las drogas, producido por Spiegel TV y emitido en Alemania el 17 de febrero de 2013. Texto y fotos: Andrés Montoya