Buscan el pretexto de sus propios motivos para persuadir a los demás (más tontos que ellos, claro) de que están en lo correcto.
Así como hay quienes sin inquietud ninguna admiten la imagen que cada mañana encuentran en el espejo, otros se paralizan si descubren en su reflejo alguna asimetría en el rostro, un aumento en la flacidez de la piel o ciertos hilos plateados que se agazapan para invadir la cabeza.
La realidad, ese devenir indetenible, aterra a todo aquel que pretende tapar el sol con un dedo porque supone que esquivar la idea de la muerte lo distancia de esa única verdad irrefutable.
Con mayor motivo, otras verdades menos definitivas también les permiten a estos medrosos ocultar muchos indicios y hasta las evidencias plenas de que la existencia ha tomado caminos diferentes a los que se arraigan en el deseo: Recubren un grano, tiñen el cabello, gestionan un estiramiento de piel o solicitan que alguien saje su nariz.
El efecto de encubrir el físico resulta menor frente a los pensamientos con que se esfuerzan por negar los hechos trágicos y constantes que laceran a la sociedad. Las palabras y las acciones disimuladas funcionan como el grueso envoltorio para cerrar los espacios por donde pueda colarse cualquier señal preocupante que alerte sobre la realidad colectiva.
Así, eluden los testimonios que les parecen contrarios a su chata visión del mundo, rechazan las versiones de ciertos medios de comunicación, se distancian de las propuestas que buscan iluminarlos y, es muy sabido, se apartan con total repudio de la gran literatura y de la avalada filosofía, porque los juicios que de allí se derivan les causan escozor e inclusive corrientazos de alerta, que su estrechez mental no soporta.
Pero, la verdad es como el fuego: primero quema y luego ilumina. Aguantar este tipo de ardor no es cualidad de todos. Por eso, nada extraño es descubrir cómo esquivan los debates de altura, porque en el fondo y calladamente reconocen su incapacidad para elevarse; otros más echan mano de las falacias propagadas (los motivos emocionales, el ataque a quien sostiene una idea y no a la idea misma, el tomar la parte por el todo, etc.); también, abundan esos que repiten el discurso y las muletillas de sus manipuladores…
Crear, por tanto, un mundo de fantasía, que se pliegue a la quietud de su conciencia anestesiada, es la intención persistente de estos alérgicos a la verdad. Por supuesto, ha de reconocérseles su gran inventiva para los cuentos de hadas y, sobre todo, para esforzarse por vivir de acuerdo con estos.
Si al menos conocieran un poco del antiguo teatro griego, entenderían cómo la civilización que lo cultivó nos envía la metáfora de que en la vida hay tragedia y comedia.
En vez de seguir algunas afirmaciones milenarias y dignas de una tenaz meditación, como “la verdad os hará libres” (Juan. 8: 31-32), muchos de estos arraigados testarudos evocan al Todopoderoso para rebatir solo con la devoción los argumentos que los confrontan: “Pero, por Dios, por Dios, ¡cómo dice eso! ¡Por Dios!”. Otra vez: les aterra encontrarse con la razón, con ese sendero que conduce a la luz…
Además, esos amigos de la ficción buscan el pretexto de sus propios motivos para persuadir a los demás (más tontos que ellos, claro) de que están en lo correcto.
Con sus grados, ascensos, premios o reconocimientos de cualquier índole, casi siempre los asumen como propios (y pueden serlos), mientras que sus fallas las atribuyen a los desaciertos de los demás. Es una manera de evadir las responsabilidades sobre estas.
Esa alergia a la verdad no siempre es inconsciente ni responde en todos los casos al terror de ver la existencia de frente. Pasa con los delincuentes, para ocultar sus fechorías; con algunas parejas, para esconder sus infidelidades; con los políticos, para disolver las promesas entre la amnesia popular; con los mercaderes, para aumentar sus ganancias y disminuir las ajenas.
Cuando escuchan o leen las cosas como son, estos ilusos hipersensibles dan vueltas una y otra vez con sus supuestos argumentos, sin llegar a ninguna conclusión o acuerdo. Es típico de las personas que no admiten que están equivocadas y siguen defendiendo su postura sin razón alguna.
Por eso, al encontrarse con la imagen del espejo, que es el recurso más cercano a la representación de su realidad, apagan la luz.
*Doctor en Ciencias de la Información de la Universidad Austral de Buenos Aires y profesor de la Universidad de la Sabana en Colombia.