El sistema educativo tradicional ha demostrado que no garantiza una vida feliz y estable; en cambio, el uso adecuado de toda forma de conocimiento para aplicarlo, volverlo rentable y generar cadenas de sostenibilidad perdurables en el tiempo sí, debido a que la verdadera educación es un bien de inversión para el crecimiento económico de cualquier país (Becker, Casares y Vergara, 1983)
En ese sentido, los cambios financieros en el ámbito mundial cada vez impactan de manera más contundente la concepción de la educación misma, la cual debe siempre comprenderse en una inversión de cuidadosa alfabetización; es decir, educar en lo pertinente para el mundo, de modo que los individuos obtengan mejor calidad de vida y alcancen sus objetivos personales por medio del logro de libertad financiera.
Siguiendo esto, el ciudadano común se desprendería del antiguo paradigma exclusivista que “para ser alguien útil hay que ser necesariamente universitario”, que no es más que una supeditación que ha demostrado que la sociedad poco a poco se ha limitado a depender de pocos “talentos” que fortalezcan el modo de vida humano y brinden respuestas a las necesidades más urgentes. Es decir, se ha vivido bajo un modelo de organización social donde el enfoque es “servir a un jefe a cambio de un salario” y cuando esta unión desaparece, desaparecen también toda forma de “racionabilidad económica”. El cambio climático, la crisis mundial de la salud pública por el SARS-Cov-2, la nefasta brecha entre ricos y pobres y los crecientes conflictos armados entre naciones son hechos aplastantes que así lo demuestran.
En este orden de ideas, la incidencia de la educación en la vida humana debe fundamentarse como un proceso continuo de inversión cognoscitiva consciente, en donde el conocimiento financiero cimentado en asertivos cánones éticos represente el activo más importante para entender el funcionamiento y volatilidad del mundo, inversión que no se consigue mientras persista la creencia que para que una sociedad sea exitosa, los profesionales universitarios deban estrictamente obtener un excelente empleo asalariado bajo la dirección de un jefe directo. Por tanto, todas las fuentes de aprendizaje deben girar en torno a una educación financiera para emprender y crear empresas propias, productivas, sólidas y rentables en beneficio financiero tanto personal como colectivo, donde el ingenio, las oportunidades y el no temor al fracaso sean ingredientes para el éxito, así como de un mejor disfrute de la propia existencia.
Como resultado, el logro de la libertad financiera se consigue gracias a una verdadera educación de emprendimiento, que de acuerdo con González (2011) contemple la relación del individuo con los demás y con su propio entorno, porque los emprendedores se reflejan a sí mismos en sus hogares, en sus propias empresas y, por supuesto, en sus comunidades.
De ahí a que sean la propia educación financiera y la transformación de los ejes pedagógicos en las instituciones educativas los vectores que permitan clasificar a los países en economías de factores, economías de eficiencia y economías de innovación (Porter y Schwab, 2008), con base al uso asertivo de la información que sus miembros (docentes, estudiantes, directrices, padres de familias y comunidades) utilicen para vivir mejor. Finalmente, este nuevo giro, y hoy más acentuado en la virtualidad, haría que toda experiencia de aprendizaje requiera de un elemento de mediación determinante para la adquisición de la información, producción del conocimiento y su posterior aplicación funcional. Por tanto, el rol docente-discente y discente-discente se posicionaría en el desarrollo de un aprendizaje significativo proporcional al crecimiento e innovación económica social, coadyuvando a que las oportunidades de crecimiento económico sean más sostenibles, flexibles y generadoras de cadenas de progreso holístico para el ejercicio de la existencia humana.