La vida es sagrada. Pero no, en las calles de Bogotá vale un celular.
El jueves pasado Johnny Estefano Subasich, de 23 años, perdió su vida por robarle su celular, en el barrio 20 de julio en la localidad de San Cristóbal. Se unió a la lista que según la Policía del Distrito en lo que va del 2014 más de 770.000 celulares se han robado y cada treinta segundos se roban un celular en la ciudad.
Con esta noticia, recordé que ya van año y medio desde que Santiago Blanco, compañero de apartamento y amigo, a sus 22 años, también perdió su vida por robarle su celular. A la investigación, tan prometida por la Fiscalía, ni le han asignado fiscal responsable. Y todo sigue como si nada.
Aunque en la Constitución, en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en otra cantidad de papeles dice “la vida es sagrada”, en las calles de Bogotá sigue valiendo un celular. Esta semana asistí a una misa en su nombre. Mientras el país no se desconcentra del pulso Uribe-Santos, Cepeda-Uribe, La Habana, bla, bla, bla yo recordaba a este costeño alegre, que soñaba con ser alcalde de su natal Cartagena.
Lo mató un país que nos duele en las entrañas. Su luz la apagó una historia que se repite una y otra vez como si no fuese un disparate. Pedir justicia es elemental, otro desatino más sería la impunidad. Ahora, no puede cesar allí la indignación. En Colombia donde lo absurdo se confunde con lo normal, la moraleja debe trascender una condena judicial. ¿Que caminar de noche en Bogotá, en Medellín, Cali o en cualquier otra ciudad colombiana es imprudente? ¿Qué Santiago “dio papaya”? Me niego a aceptar tales comentarios. La necedad no es de quien camina en las calles de su ciudad a la hora que le venga en gana.
Lo inconcebible es que no se pueda hacer, que Bogotá esté corroída por el delito y que los delincuentes sean premiados en un mercado negro que funciona como el más legal de los negocios, ¡y a los ojos de todos! Si la sociedad no se rebela contra la ilegalidad, los homicidios persistirán. Aquí las instituciones y los ciudadanos saben bien dónde se venden los bienes robados, el celular de Santiago.
Si el Estado no decide desmantelar las mafias y la gente insiste en adquirir elementos hurtados, el crimen se mantendrá incólume. Por suerte caerán algunos de sus actores, pero el sistema seguirá campante. En memoria de Santiago la legalidad nos debe convocar a todos. Colombia no puede seguir arrodillada ante el delito ni debe permanecer sumergida en la desigualdad social. ¿Cambio de tema? No, el coste murió víctima de la ilegalidad, pero también de un mal que hace décadas padece este país, y que bien describió su madre, doña Sofía: una juventud sin esperanza.
El colegio que se cae, el desayuno que falta, el hogar sin padres, la casa de ramas, la droga y el alcohol, piezas de una crónica triste, que encierran la vida de miles de jóvenes colombianos, de jóvenes como esos que sin parpadear, y sin mayor dificultad, le quitaron la vida a Santiago.
Pedir justicia penal a los que cometieron el delito es un deber. Clamar justicia social para quienes están en el límite de ejecutar estas atrocidades es una obligación. Como lo señaló doña Sofía con profunda sabiduría: “El golpe más contundente a las fuerzas del mal —que le arrebataron a su hijo— sería las oportunidades que pudieran dársele de verdad a la juventud nacional, oportunidades que hoy no encuentra”. Pasan y pasan los días y todo sigue igual.
La frase que se repitió nuevamente esta semana, como hace año y medio, se sigue escuchando con frecuencia en toda Colombia: “Descansó en paz a otro joven con sueños”.
Aquí, las narices no crecen. Se creen el cuento que es lo peor. Bogotá va bien y punto. Esas cifras no cuentan. Todo sigue tan campante. Ramplonamente campante.
@josiasfiesco