A las 11 de la mañana el campamento que los casi 1400 indígenas armaron en el Parque Nacional desde hace dos meses está vacío. Los hombres y algunas mujeres están rebuscándose algo de dinero en las calles del centro de Bogotá, donde los citadinos que caminan afanosos los miran de arriba abajo, de manera extraña y los hacen sentir extraños.
La noche anterior llovió fuerte en Bogotá. En esta fría ciudad casi siempre llueve. El pastizal está húmedo. En la esquina sur del parque, frente a la carrera séptima, donde está la entrada al campamento, hay un enorme charco de agua que dejó la intensa lluvia. En el charco sucio y barroso ocho niños chapotean, algunos descalzos. La felicidad de aquellos niños, así como la de los casi 700 más que hay en el campamento, contrasta con la preocupación y desdicha de los adultos, quienes le hacen el quite a su amarga realidad, lejos de sus territorios donde en algún tiempo tuvieron lo que aquí escasea: comida, techo digno y tranquilidad.
Dentro del campamento hay 14 comunidades reunidas bajo un colectivo que llamaron Autoridades indígenas en Bakatá. Los niños me miran extraño. Uno de ellos, de unos ocho años, se acerca y me inspecciona. Dejó de importarle cuando ve mis manos vacías. Al menos hoy, en mi primera visita al campamento, no soy quien lleva cosas para regalarles.
No solo los niños esperan ansiosos que lleguen las personas o fundaciones que donan comida y ropa. Los adultos se quitan la pena, esconden su orgullo y extienden la mano. Todos tienen necesidad de algo. El hambre y el frío es lo que más los golpea en esta ciudad que no ha dejado de ignorarlos. –Ni de parte de la Alcaldía de Claudia López ni del gobierno de Duque hemos recibido un solo grano de arroz. Ellos lo único que quieren es sacarnos de aquí a las malas para que su parque del centro se les vea bonito y puedan llenarlo de luces de Navidad –dice Rafael Arbeláez, líder juvenil de la etnia Kubeo, mientras levanta una carpa de plástico.
En este campamento, en medio de ausentes condiciones, ya han nacido doce bebés. Hace ocho días, María Lina, que pertenece a los Embera katío de Chocó, y quien habla un castellano reducido, dio a luz a su primera hija. María Lina me dice que tiene 18 años, pero su rostro triste e incómodo me muestran unos 15. Está acostada al fondo de la carpa donde duermen ocho personas sobre una delgadita cobija de color azul que solo arropa el frío pastizal de Bogotá tras una noche de tormenta. La bebé, quien no tiene nombre aún, está a su lado envuelta en un cobertor verdoso que tiene menos historia que la cobija que las cubre.
María Lina no me mira cuando le hago preguntas; las responde sin ánimo y a muy baja voz cuando sus familiares las repiten en lengua embera. Siento su triste mirada cuando pongo atención a la traducción de su respuesta y luego la vuelve a poner en ninguna parte. Tal vez está pensando —como yo en ese preciso momento— cómo serán los siguientes días de aquella bebé sin nombre, sin ropa para recién nacida, sin pañales, y sobre todo sin un futuro garantizado en una Bogotá agreste e ignorada por los habitantes de esta ciudad y por los funcionarios que intentan dirigirla al mando de Claudia López, quien también se ha hecho de oídos sordos, vista ciega y voz muda con las necesidades básicas de estas 1380 personas.
La noche siguiente a mi primera visita, Gloria Inés, con ayuda de Teresa Borocuara, una partera tradicional, trajo al mundo a su cuarto hijo, a quien conocí 24 horas después. Al preguntarles a María Lina y Gloria Inés la razón por la que están pariendo en Bogotá, bajo circunstancias que pueden ser amenazantes para su salud y la de sus nuevos hijos, respondieron lo mismo que responden todos a quienes les hago la misma pregunta: “la guerra de hombres encapuchados que se visten como soldados”.
Los hombres encapuchados que parecen ser soldados son guerrilleros del Eln y sus enemigos paramilitares del Clan del Golfo. La mayoría de indígenas no saben distinguir entre unos y otros. Es más, no les importa quienes son los unos y quienes son los otros. A los dos grupos les tienen miedo. También les tienen miedo a los soldados. Según Julio Mecheche, un líder Embera Dóbida, allá en el Chocó los soldados y los ‘paras’ se hacen amigos para combatir a los guerrilleros —ese es un secreto a voces que ha acompañado la guerra colombiana desde que nacieron los paramilitares en 1965, en el gobierno del payanes Guillermo León Valencia.
Así las cosas, los indígenas que exigen respeto por sus territorios y sus tradiciones y su cultura son amenazados y/o asesinados. Aquileito Mecheche, hermano del líder dóbida, fue baleado por desafiar las amenazas. Tras la muerte de su hermano, Julio alzó a su familia y hace seis meses llegó a Bogotá para unirse a sus hermanos indígenas para exigir vivienda, salud, educación y seguridad como colombiano y sobre todo como indígena. No le ha llegado nada.
El campamento no para de crecer. Todas las semanas llega alguna familia más. Hoy ya son más de 340 familias. Viven en unas 120 carpas hechas con grandes plásticos negros que descansan sobre varas de madera que han cortado de la parte alta del mismo parque, de donde también sacan la leña para mantener viva la brasa con la que preparan sus comidas. Los grandes plásticos se los regaló la Alta Consejería para las Víctimas. Es de lo poco que han recibido por parte de entidades de gobierno para hacer su estadía menos atropellada. Dentro de las carpas más grandes hay carpas pequeñas. Una carpa de las grandes es el resguardo de por lo menos siete familias.
El parque ya perdió olor a parque. Huele a madera quemada, a comida, a ropa lavada sin jabón. Si el hacinamiento y el frío tuvieran olor podría decir que dentro de las carpas huele hacinamiento mezclado con tierra húmeda y fría.
Felipe Keragama, un Embera chamí de la parte alta de Risaralda, llegó a Bogotá hace seis meses; está en una de las carpas de la entrada. En un afanoso castellano entrecortado –escaso de artículos— me cuenta que en su cambuche duermen su cuñada, la hermana de su cuñada con su esposo y cuatro niños, uno de ellos es su hijo. Felipe Keragama es viudo. A su esposa la mataron los hombres con armas que sacaron corriendo a casi todos los Chamí de aquella parte de Risaralda.
La historia del embera risaraldense se repite en la mayoría de las familias que sobreviven aquí en Bogotá. En cada familia hay un hijo, un hermano o un padre asesinado o amenazado. –El 80 por ciento de esta gente está huyendo de la guerra, a la cual ya no pudieron hacerle más resistencia –me dice Leonival Campo, líder de los Embera katío del Chocó y representante de esta minga del Parque Nacional. Leonival también es líder de la guardia indígena que con palos y radios de comunicaciones protegen el campamento. Mientras hablamos, sentados en una butaca de madera, lo cuidan tres guardias. Me cuenta que él está amenazado por el Eln y los mineros ilegales, que son 'paracos' del Clan del Golfo. Está en Bogotá hace dos años y en Bogotá también han intentado asesinarlo.
Los indígenas se han sentado con funcionarios del gobierno de Bogotá buscando soluciones a su problemática que por ley y derechos, tiene que ser atendida política y socialmente. El subsecretario de Gobierno de la ciudad, Daniel Camacho, sostuvo varios diálogos con esta minga, que exige cinco cosas fundamentales: salud, educación, alimentación, vivienda y seguridad. Después de siete reuniones atendidas por el subalterno del secretario Luis Ernesto Gómez, que al igual que la alcaldesa no se ha aparecido por allá, el diálogo se quebró. Daniel Camacho salió a decir que los líderes de las 14 comunidades quieren contratos para desalojar. Los indígenas lo desmienten y piden la presencia de la alcaldesa para avanzar con seriedad.
Los gobiernos de Bogotá y Nacional, sin importar las razones de los indígenas, lo que buscan al final de cuentas es que ellos vuelvan a sus territorios, gastando en ellos lo menos posible. La mayoría de indígenas no quiere volver. A todos aquellos a quienes les lancé la pregunta, respondieron que, aunque nunca quisieron salir de sus resguardos, prefieren seguir malviviendo en esta inhóspita ciudad a ser baleados por los hombres encapuchados que se visten de soldados.