Algunos historiadores están de acuerdo en que nuestro país se ha levantado a punta de guerras civiles sucesivas; existen estudios que profundizan el período que el mismo Antonio Nariño etiquetó como la Patria Boba, auscultando mucho más allá del simplismo que justifica nuestro fraccionamiento, parroquialismo y rivalidades, por causa de los odios y envidias de quienes fundaron la nación.
No es la diversa geografía, o sus cordilleras, ni su heterogénea cultura la que nos divide; en baúles, diarios y cartas galopantes durante cientos de leguas sobre los lomos de caballos y yeguas de nuestros próceres, se han encontrado explicaciones juiciosas sobre el porqué desde el mismo 20 de julio de 1810, nos levantamos como nación a punta de sublevaciones, de bala, de radicalismo y de pasiones extremas, más intensas que las que produce una guerra convencional entre naciones.
Gonzalo España lo narra excepcionalmente en su libro El país que se hizo a tiros y su documento histórico, incluye la narrativa de las guerras civiles colombianas desde 1810 hasta 1903.
No existe unanimidad sobre el número de guerras civiles; algunos historiadores dicen que nueve, otros que diez, otros alargan la suma; Lucas Caballero paró la cuenta en veintitrés; lo cierto es que todas desembocaron en revueltas y segregaciones de provincias y parroquias del clero realista; se crearon pequeños estados soberanos, hubo fragmentación territorial y resquebrajamiento del orden impuesto, diseñado y soñado por Nariño, Bolívar y Santander.
Cartagena se agarró con Bogotá y con Mompox, Socorro contra San Gil y Vélez, Pamplona contra Girón, Tunja contra Antioquia; Ambalema, Ibagué y Tocaima contra Mariquita y Honda; Sogamoso se apartó de Tunja, Quibdó de Nóvita; a Santafé de Bogotá la invadieron y despojaron otras provincias hermanas y sigue larga lista. Bolivia, Perú, Ecuador, Venezuela y Panamá, desde edad temprana buscaron su propio camino.
En Colombia los conflictos y las guerras intestinas exacerbaron las pasiones, y al contrario de nuestros vecinos, los colombianos hicimos de las guerras internas, una costumbre en el diario vivir de hogares, sitios de trabajo, la política nacional y los espacios del debate público.
La nación se hizo adulta a punta de bala y rivalidades por enfrentamientos territoriales; las guerras civiles del siglo XIX, causaron segregaciones regionales a las que todavía echamos sal y limón. La génesis de nuestra organización política primitiva, fue traumática por la premura de marcar distancia con la férrea organización territorial de la Colonia; se crearon múltiples poderes locales, como republiquetas autónomas, efímeras y débiles.
Los primeros criollos que se sumergieron en la explosión de pasiones por el poder, ante la fragmentación del territorio y la ausencia de la figura de un rey soberano, propiciaron pequeñas patrias desde el horizonte de su parroquia, aldea, corregimiento, villa, y provincia.
Desde esos débiles territorios soberanos, estallaron rivalidades persistentes entre pueblos, que anclaron el parroquialismo: no mirar más allá de las narices, mirar fijamente el ombligo; ensimismarse tanto, que cuando se miraba más allá del bosque, surgía una nueva rivalidad.
Doscientos años después, no aprendemos que en las guerras internas no hay vencedores, ni vencidos; no hay ganancias... solo quedan pérdidas. Todos los conflictos han dividido profundamente al país; por eso, para consolidar la unidad nacional, hay que detener ese espiral de rivalidades en el que vivimos enfrascados.
El Congreso hace reformas todos los días, y nos llenamos de leyes que son un saludo a la bandera. El derecho a la tierra, los resguardos indígenas, las ideas reformistas y proteccionistas que no hallan punto de encuentro entre liberales y conservadores; la beligerancia persistente de partidos, organizaciones, movimientos y corrientes políticas, diversas orillas que para prevalecer sus posiciones pasan por encima de quien sea; la pugna por los poderes locales, los soberbios caudillos, los flemáticos revolucionarios de ayer y hoy, la insurgencia primitiva y contemporánea, los generales que forjaron la República, las diferencias irreconciliables entre Bolívar y Santander: corrientes, ideologías, rivalidades que siguen en el orden del día.
Sin pretender hacer un juicio negativo de valores, sobre los hombres que construyeron esta nación, no se puede desconocer que tanto ayer como hoy, la generación fundadora y la dirigente de este siglo, debatieron con acierto lo fundamental para crear y consolidar a un país diverso, en medio del parroquialismo que identificó a los primeros criollos colombianos, el provincialismo de nuestros ciudadanos campesinos, el elitismo de quienes se creyeron muy distinguidos con derecho a una corona, y la rivalidad genética, que no terminamos de domar en los complejos escenarios de esta nación.
Luego de doscientos cuatro años, este gobierno le apunta a terminar otro conflicto o guerra intestina cincuentenaria. Para apartar la mirada fija en nuestro gran ombligo, hay que derribar con determinación tanto ¡parroquialismo y rivalidades...!