Washington aterrizó en los diálogos de La Habana a través de un enviado especial del presidente Obama llamado Bernard Aronson. Recuerdo que su llegada se produjo cuando la negociación con el gobierno atravesaba uno de los momentos más difíciles y pocos le apostaban al éxito de la paz. Por aquellos días, pasábamos largas jornadas discutiendo con el gobierno las fórmulas jurídicas que nos permitieran hacer tránsito a la vida política legal a través de un sistema de justicia transicional en el centro del cual estaba el tema de la reparación a las víctimas. Entonces no lo sabíamos, pero estábamos cocinando lo que hoy conocemos como Justicia Especial para la Paz (JEP)
La visita de Aronson a la capital cubana ocurrió en febrero de 2015 y tuvo un importante efecto en el clima de las conversaciones de paz. Para algunos fue como una bocanada de oxígeno que alentó a las partes a seguir avanzando en la búsqueda de un acuerdo final.
La presencia de un enviado especial de la Casa Blanca en nuestra Mesa de Diálogos no era un asunto menor. Aronson había sido entre 1989 y 1993 Subsecretario de Estado para Asuntos del Hemisferio Occidental, durante las administraciones de Bush y de Clinton, y se le conocía como un experto en América Latina. Pero más allá de los indudables pergaminos del enviado de Obama, su presencia se convertía en un auténtico hito, pues era la primera vez que Estados Unidos intervenía en el conflicto colombiano para la paz y no para la guerra. Al informar al mundo sobre la llegada de Aronson a La Habana, las agencias internacionales de noticias escribían que “Estados Unidos ha apoyado militarmente al gobierno colombiano durante décadas para arrinconar a las Farc, extraditar a sus líderes y forzar una salida negociada al conflicto armado del país suramericano que ha provocado millones de desplazados y más de 200 mil muertos”.
Para esa época -y aún hoy- Washington enviaba generosos recursos económicos para apoyar a las Fuerzas Militares colombianas y seguía aumentando la presencia de sus asesores en la lucha contrainsurgente. Con la ayuda de alta tecnología bélica norteamericana, nuestros adversarios nos habían propinado duros golpes en el campo de batalla.
Así que para la mayoría de los delegados de las Farc en la Mesa de Diálogo, era indudable que aquella visita constituía un antes y un después en la búsqueda de la paz para nuestro país.
Aronson se apareció en El Laguito una mañana fresca, propia de la temporada invernal que se instala en la Isla desde diciembre, y de entrada mostró un absoluto desinterés por los protocolos. Era la primera vez en la vida que yo tenía al frente a un representante de lo que en nuestro argot llamábamos “El Imperio” y estreché su mano saludándolo con un cordial “welcome mister Aronson”, del cual yo mismo me asombré. Alcancé a pensar que en otros tiempos, durante una visita suya al país, seguramente le hubiera gritado desde algún andén “yanqui go home”. La reunión con la delegación de paz de las Farc apenas comenzaba cuando el enviado de Obama tomó la palabra y pidió, con el tono amable y pausado de un curtido diplomático, que cuando nos dirigiéramos a él no lo llamáramos míster Aronson.
-Call me Bernie -nos pidió, y ahí sí arrancó nuestra conversación.
Han aparecido en mi memoria estas escenas a raíz de dos recientes sucesos que -a mi modo de ver- también son hitos que marcan un antes y un después en la política de la Casa Blanca hacia Colombia.
El primero de ellos es el importante giro que está teniendo la política antidrogas de Estados Unidos hacia nuestro país. Casi no podía creerlo cuando leí el trascendental documento de la Oficina de Política Nacional para el Control de Drogas en el que se recomienda al gobierno cambiar el enfoque represivo que ha dominado la tarea de erradicación de cultivos de coca, sugiriendo la puesta en marcha de un esfuerzo profundo y continuado para llevar prosperidad y bienestar a las regiones donde tradicionalmente se han sembrado cultivos de uso ilícito. Pero el informe va más allá. En un destacable arrebato de sensatez, la Casa Blanca insta al gobierno colombiano a que utilice una de las mejores herramientas que tiene a su alcance para poner fin al problema de la producción de cocaína: la implementación del Acuerdo de Paz de La Habana.
Todavía desfilan por mis recuerdos las expresiones de felicidad que tenían los campesinos del Putumayo y el Caquetá cuando fuimos a sus territorios, ancestralmente abandonados por el Estado, para exponerles los beneficios que se derivaban de la implementación de los acuerdos recién firmados en materia de cultivos de uso ilícito. Su viejo y frustrado sueño de abandonar la siembra de la coca parecía hacerse realidad. Con la sustitución de cultivos llegaría -les explicábamos- la presencia institucional en forma de puestos de salud, escuelas, créditos agrarios, vías de comunicación, conectividad. Aquellas olvidadas comunidades tendrían, por fin, un lugar sobre la tierra y el Estado ya no haría presencia en sus territorios con el estruendo de los helicópteros y la intimidación de los fusiles. La odiada fumigación que tantos daños ambientales y de salud les había traído sería sustituida por inversión social a largo plazo. Si todo salía como estaba escrito en el pacto de paz, hasta podrían elegir personas de su comunidad para ocupar curules en el Congreso de la República.
Sin embargo, pudo más la mezquindad histórica de las élites nacionales, y muy pronto los campesinos se percataron de que el gobierno le haría conejo a lo firmado, anunciando -entre otras medidas represivas- el regreso a la aspersión de sus territorios con glifosato.
A propósito, otro de los giros anunciados por Washington en su política antidrogas se da cuando omite mencionar la fumigación de cultivos como herramienta para solucionar el problema. No obstante, funcionarios del gobierno Duque ya han salido a advertir que los planes de fumigación seguirán su marcha. Quién sabe cuánta platica se perdería por cuenta de suspender las fumigaciones.
El otro anuncio alentador que nos llega por estos días desde Estados Unidos está relacionado con la probable exclusión de las Farc de su lista de Organizaciones Terroristas Extranjeras (FTO, por su sigla en inglés). Dicen varios informes de prensa que el Departamento de Estado “evalúa en estos momentos la presencia de las Farc en este listado, como parte de un proceso de revisión interagencial que se realiza cada cinco años”.
Hace un par de semanas concedí una entrevista al Washington Post para un artículo que el diario tituló “Cómo la lista de terrorismo de EE UU está interfiriendo en la paz de Colombia”. Subrayé que muchos de los excombatientes de las Farc mantenemos sanciones del Departamento del Tesoro que bloquea nuestro acceso al mundo financiero, y advertí sobre la imposibilidad -derivada de las mismas sanciones- de utilizar recursos de diversa procedencia para financiar programas y proyectos productivos que garanticen una vida digna y próspera a aquellos que dejaron las armas y le apostaron a la paz.
Y leyendo el artículo del Post, me enteré que otra vez estaba compartiendo espacio con Aronson, esta vez en las páginas de unos de los periódicos más prestigiosos del mundo, donde él señalaba que “es difícil para mí creer que se puede construir un caso en el que las Farc pueda ser considerada una organización terrorista”.
¡Well said, Bernie!