A dos meses de la restauración del Emirato Islámico de los talibanes, Afganistán está atravesando por una profunda crisis humanitaria. A los anuncios de moderación del régimen talibán, con la clara intención de congraciarse con la comunidad internacional y sus fondos de cooperación, han seguido una serie de abusos y arbitrariedades, violaciones a los derechos humanos registradas por los pocos medios locales que continúan funcionando o por los medios internacionales que siguen de cerca el deambular de miles de refugiados.
El restaurado Emirato Islámico de inspiración sunita se enfrenta a dos sombrías realidades: lidiar con una extendida hambruna ad portas de iniciar el invierno o sobrellevar una crisis de refugiados ante el asedio armado del Estado Islámico. En efecto, ISIS-K, la filial afgana del Estado Islámico responsable de los atentados suicidas en el aeropuerto de Kabul, está empeñada en debilitar el régimen talibán y tras la retirada de las tropas norteamericanas inició una campaña de atentados suicidas que solo en el mes de octubre tuvo impacto en varias mezquitas ubicadas en las ciudades de Kabul, Kunduz y Kandahar.
A este panorama se debe agregar que el gobierno de transición talibán, presidio por el líder supremo, el emir Shaikh Hibatullah, todavía es desconocido por gran parte de la comunidad internacional. Ese desconocimiento impide que los talibanes puedan acceder a millonarios fondos en los bancos internacionales; asimismo, las ayudas de la cooperación internacional (en un país muy dependiente de la cooperación multilateral) también permanecen congeladas.
En medio de la carrera de los talibanes por alcanzar pleno reconocimiento internacional, esgrimiendo la vaga promesa de “respetar los derechos humanos”, millones de afganos se encuentran en riesgo de inseguridad alimentaria (recientemente, CNN documentó la manera como algunos padres se han visto obligados a vender a sus hijas); las minorías se sienten intimidadas ante la imposición de una interpretación radical de la sharía , y Occidente observa impávido uno de sus mayores fracasos en la narrativa histórica pos 9/11.
El ascenso y caída del primer Emirato Islámico
El origen de los talibanes se remonta a la guerra civil afgana (1992-1996), conflicto que inició tras la ruptura de la República Democrática de Afganistán y que se caracterizó por el ascenso desde las escuelas islámicas de una facción militar dominante; integrada, en mayor medida, por los estudiantes (talib) de las áreas de influencia pastún. Bajo el liderazgo del mulá Omar y con el apoyo de Pakistán, los talibanes progresivamente le fueron reduciendo espacio a los señores de la guerra y extendieron su presencia a todo el país. En 1994 se tomaron la ciudad de Kandahar, para 1995 conquistaron Herat, en 1996 llegaron a Jalalabad, y finalmente, en septiembre del mismo año, protagonizaron la caída de Kabul.
Entre 1996 y 2002 los talibanes controlaron las tres cuartas partes del país y proclamaron el primer Emirato Islámico, caracterizado por la sistemática violación a los derechos humanos (especialmente los derechos de las mujeres) debido a una imposición estricta de la sharía. Internamente, los talibanes libraron una guerra civil con las fuerzas agrupadas en torno a la Alianza Norte (integrada por tayikos, uzbecos, hazaras y turcomanos) y desde el plano internacional, su régimen fue considerado como un “paria”, ya que recibió permanentemente la condena de la comunidad internacional.
Al punto que solo fue reconocido como un Estado en propiedad por Arabia Saudita, Pakistán y los Emiratos Árabes Unidos.
Tras los atentados terroristas del 11 de septiembre y el inició de la escalada mundial de la “guerra contra el terrorismo”, la oposición internacional al régimen talibán aumentó considerablemente —debido a su complicidad con Al Qaeda— y Estados Unidos lideró la creación de la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF, por sus siglas en inglés) que, con el apoyo de las fuerzas de la Alianza Norte, logró derrocar al régimen talibán en una campaña relámpago.
Así, el 17 de diciembre de 2001 concluyó la guerra civil y el Emirato Islámico colapsó. Los talibanes se replegaron a sus antiguas áreas de influencia y al Oeste de Pakistán. Con ese evento se marcaría el comienzo del periodo de intervención de las fuerzas de la OTAN (en cabeza de los Estados Unidos), que se extendió por cerca de dos décadas (2001-2021).
El ascenso del segundo Emirato Islámico
Para febrero de 2020, el gobierno de Donald Trump avanzó en el paso más importante para acabar con la presencia de las tropas occidentales en Afganistán, con la certeza de que una victoria militar sobre los talibanes —nutridos con el apoyo de Pakistán y con los recursos derivados de actividades ilícitas— resultaba inalcanzable y confiando en las capacidades institucionales del gobierno afgano, Estados Unidos se asumió como el principal garante en el proceso de paz de Doha (Qatar), un histórico proceso de pacificación entre los talibanes y el ejecutivo encabezado por el pro-occidental Ashraf Ghani.
En Doha se concertó el cronograma de retirada de las tropas norteamericanas —a instancia de los intereses de los talibanes—; las bases para avanzar en un proceso de pacificación intrafgano; y la eventual posibilidad de establecer un gobierno de coalición. El proceso de negociación fue observado con expectativa por la comunidad internacional y se llegó a considerar como “la última oportunidad” para llevar la paz a la región.
Confiando excesivamente en las capacidades de las fuerzas afganas, el presidente demócrata Joe Biden, sin alterar sustancialmente las intenciones de su antecesor en la Casa Blanca, decidió acelerar la retirada de las tropas; sin embargo, esto resultó en un proceso desordenado y carente de planeación, algo que quedó en evidencia con la rápida expansión de las fuerzas del Emirato Islámico.
En una semana, entre el 1 y 8 de agosto, los talibanes se tomaron el control de cinco capitales provinciales. Fue una dinámica de control territorial más veloz y agresiva que la emprendida en su primer ascenso al poder a mediados de los años noventa. Para el 15 de agosto llegaron a las puertas de Kabul y sobrevino el colapsó del gobierno de Ghani.
La restauración del Emirato Islámico, a pocas semanas de concluida la intervención de las fuerzas de la OTAN y en medio de un fallido proceso de paz, desembocó en el mayor fracaso en política exterior en lo que va del gobierno Biden, pues representó la mayor pérdida de militares norteamericanos en una década; asimismo, evidenció la debilidad estructural del gobierno de Ghani y, en contraste, resaltó la capacidad de despliegue y enraizamiento de los talibanes en amplias zonas del país, resultado de un proceso permanente de acumulación de fuerzas, recursos y capital.
¿Qué se viene?
No resultaría descabellado pensar que los antiguos enemigos eventualmente se podrían convertir en aliados, pues ante la arremetida terrorista del Estado Islámico en las principales ciudades de Afganistán y su condición como un factor desestabilizador de los intereses de Occidente en Asia Central, Estados Unidos podría cambiar su percepción sobre los talibanes (todavía considerados como terroristas) y avanzar gradualmente en el reconocimiento del Emirato. Al parecer, ese fue el camino emprendido por el bloque formado por Rusia, Pakistán, Irán y China.
Sí queda claro que, por el momento, la intervención militar no es una opción, ya que en los planes de Occidente no se encuentra desembarcar tropas en suelo afgano, de ahí que la única alternativa viable se encuentre en concertar un progresivo reconocimiento del Emirato, eso sí, condicionado al respeto por los derechos humanos, pues más allá de la amenaza de los talibanes, el pueblo afgano se encuentra sometido a la pobreza extrema, un alto riesgo de hambruna y la arremetida terrorista del Estado Islámico.
Un panorama bastante sombrío y ante el cual el mundo no se puede quedar de brazos cruzados.