A Doña Raquel su hijo José le dio muchas alegrías. Y eso que no todo fue color de rosa. Recién nació una infección respiratoria lo estaba atacando y los médicos creyeron que el bebé no pasaría de la segunda semana. Ella recordó todas esas oraciones que su madre había traído desde Ucrania y a punta de su fe y de la ciencia de los galenos, el chico pudo salió adelante.
De sus primeros días en Villa Domínguez, un pueblito de la provincia de Entre Ríos compuesto por apenas 400 habitantes, no recuerda gran cosa. En la ciclotimia de la economía argentina, con la crisis galopante del campo, Raquel y Oscar tuvieron que empacar sus cosas, subir a sus hijos en un camión e irse a Ubicuy, un pueblito ubicado al lado del Río Paraná.
Allí los hermanos Pékerman crecieron al amparo del viento, la arena y el río. Y el fútbol por supuesto. Desde pequeños fueron independientes ya que sus padres, Óscar Pékerman y Raquel Krimen, abrían el bar desde muy temprano, cuando empezaban a llegar los primeros ferroviarios a tomar fernet, cerveza, caña ombú, Vermouth y vino. En el viejo radio escuchaban los partidos de fútbol y los discursos de Perón y aunque el ambiente era festivo y el alcohol corría como un río desbocado, nunca se formaron trifulcas. Nadie osaba desafiar el genio templado de la mujer de Óscar.
Un día el papá de José llegó con un televisor. Gracias a un metódico plan de ahorro, ideado por doña Raquel, quien había sabido heredar de las mujeres judías de su familia los artilugios para hacer estirar el dinero, pudieron adquirir un televisor que seguramente atraería más clientes al bar. La televisión en 1956 era u privilegio de ministros y banqueros. La multitud se agolpaba en torno al aparato para ver el famoso Teleteatro a la hora del té y ya achispados por el licor se morían de la risa con las comedias que protagonizaba la mítica Mirtha Legrand. Todos en el bar veían la televisión menos los Pékerman y sus dos pequeños hijos.
Doña Raquel lo primero que le enseñó a sus hijos fue la importancia del trabajo. “Sólo el laburo los hará personas decentes”- les recordaba. Y es por eso que a los cinco años vemos a Pólvorita, apodo con el que se le conocía en el pueblo al chiquilín por su carácter explosivo, llevando helados en el triciclo. El trabajo no sólo lo convirtió en alguien decente sino que lo hizo libre.
A los ocho años llegaba con las alpargatas llenas de arena y la ropa sucia. Doña Raquel no se preocupaba por eso, él sabía que tenía que lavar lo que ensuciara. El estudio siempre fue algo secundario, lo primero era ayudar en el bar, después venía el fútbol. Aunque, para el pequeño José, poco a poco el amor por la pelota se fue convirtiendo en una pasión incontrolable.
Mientras su hijo soñaba con ser futbolista, Raquel tenía que encargarse junto con su marido del bar. Nunca tuvo un aviso en la puerta o un nombre, siempre fue reconocido como el bar de los Pékerman. Al lugar nunca llegaban mujeres, siempre habían hombres malencarados, bruscos y hostiles. Nadie nunca se propasó con Raquel. Ella jamás tuvo que emitir un grito para hacerse respetar. La templanza y tranquilidad que irradia José en los momentos difíciles lo heredó de su madre.
El tiempo pasó, una nueva crisis sacó a la familia de Ubicuy y los mandó para los suburbios de Buenos Aires en donde los Pékerman pusieron una pizzería. Polvorita hacía los mandados pero pronto apareció Argentinos Juniors y el muchacho eligió el fútbol. Oscar y Raquel lo supieron entender. Siempre respaldaron a sus hijos y por eso con orgullo vieron como el muchacho se convertía en futbolista profesional y gracias al balompié se le abrieron las puertas en un país como Colombia en donde jugó más de 100 partidos con el Deportivo Independiente Medellín hasta que su rodilla le dijo que no podía patear más la pelota.
Arruinado, con una esposa y una hija y con apenas 28 años el prematuro ex futbolista tuvo que comerse la bronca, pintar un auto de amarillo y negro y ponerse de taxista por las calles bonaerenses que en 1978 rezumaban mundial y dictadura. Sin tener donde vivir, Raquel abrió las puertas de su casa y lo recibió como el buen hijo que después de una mala racha debe volver al nido materno.
Su fe nunca se resquebrajó. Desde que era un bebé de brazos lo había visto luchar y el chico se sobrepuso a todo y en menos de quince años había dejado de ser un tachero- como popularmente llaman los porteños a sus taxistas- para convertirse en el rutilante técnico de la selección Argentina sub-20.
Este año, a pesar de sus más de noventa años y una enfermedad que la venía torturando, no se perdió un solo partido del equipo que dirigía su hijo en el mundial de Fútbol. En las semanas que siguieron a la eliminación del combinado tricolor su estado de salud iba empeorando gradualmente. José regresó a Buenos Aires a verla en su lecho de muerte. El haber sido absorbido por la justa mundialista le hizo perder contacto con la realidad de su entorno familiar. No sabía que la vieja estaba tan mal de salud. Por el remordimiento pensó en dejar a un lado su obsesión por salir campeón con Colombia de la copa América y de clasificarlo a Rusia 2018 a pesar de que había forjado un grupo de jóvenes futbolistas que cada vez interpretaban su manera de percibir el fútbol.
Pero estaba Raquel y la angustia de verla postrada. Cuando entendió que el desenlace era inevitable decidió renovar con Colombia y abandonar a la vieja esta vez para siempre. El domingo se enteró de su muerte. Imperturbablemente profesional José Pékerman no abandonó el barco. Su equipo no jugaba una final de copa del mundo, ni ante ninguna potencia, su rival era la débil Canadá, selección que ocupa el lugar 120 en el Ranking FIFA.
El adiestrador, a pesar del dolor que lo carcome por dentro, quiso dejarle un mensaje a sus jugadores: No existe nada más importante que vestir los colores de la selección nacional.
Por eso, la noche del martes 14 de octubre, apenas el árbitro dé el pitazo final y hable en el camerino con sus muchachos, José viajará de Nueva York hasta Buenos Aires a reencontrarse con Raquel. Esta vez no hablarán nada, ella estará tendida en un lecho y él estará parado a su lado, recordando tal vez los atardeceres de invierno en donde agarrado de la mano de su madre veía el lento y eterno trasegar del Río Paraná.