Pareciera que ninguna palabra es más apreciada en el mundo político que el de ‘democracia’. Tanto que se duda incluso si vale la pena molestarse en desentrañar su sentido y su valor.
Supone etimológicamente significar el gobierno del pueblo. O en un sentido aún más idealista, según la definición de Lincoln, ‘el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo’.
Y supone ser una modalidad valiosa de gobierno porque es contraria a la plutocracia del gobierno de los ricos, y a la oligarquía, o sea, el gobierno de unos pocos.
Pero la realidad se impone y ese concepto de un ‘gobierno de todos’ solo puede ser un mito.
Por un lado ‘pueblo’ es la mayoría de los pobres, y la pobreza nunca ha sido o ejercido el poder, o sea el gobierno. Riqueza y poder político en una u otra forma han sido siempre hermanos gemelos. O el dinero encarna el poder, o el poder político permite el poder que da la riqueza, o se requiere con el poder político controlar el dinero para que permita ejercerlo. Se conjugan, o se asocian o se establecen delimitaciones, pero nunca el uno excluye al otro.
Y por lógica el gobierno es inevitablemente de unos pocos. Se puede imaginar un gobierno colectivo, pero siempre será de unos pocos. No es posible la unanimidad y menos la participación de toda una población alrededor de una gestión y una dirección del Estado.
La ‘democracia’ fue un invento de la independencia norteamericana[1], un invento que correspondía al momento y al modelo de país que estaban creando.
El momento era en el que las monarquías perdían la supuesta legitimidad de un origen divino para representar los intereses de la nación; en el que la expresión de la voluntad popular reemplazaba al soberano; y en el que el voto se iba reconociendo como mecanismo idóneo para decisiones colectivas.
El modelo no nacía de la evolución de una nación sino era una propuesta de algo inexistente hasta entonces: una Federación de diferentes Estados constituidos por diferentes poblaciones de diferentes orígenes. Ninguna estructura previa los limitaba y por el contrario la libertad e igualdad que inspiró como objetivo a la revolución francesa era en su caso una realidad concreta.
Fue un éxito como sistema político y por supuesto influyó en los sistemas de gobierno como una alternativa para el tránsito que los países europeos estaban viviendo, y sobre todo para los que nacían de las independencias contemporáneas a la norteamericana.
La naturaleza del voto fue restringida y calificada y tardó mucho el inicio de la lucha por ampliarla a una aún muy lejana aspiración o idea del ‘voto universal’. Pero fue la punta de lanza y columna vertebral de ese concepto de democracia[2].
Pero prácticamente ningún otro país tenía las mismas condiciones ni la misma trayectoria, por lo que ni esa ‘democracia’ se convirtió inmediatamente en la aspiración de todos, ni la palabra que la describía se convirtió en el símbolo y fetiche de nuestra civilización: durante un siglo las referencias a ‘democracia’ no fueron, en Europa o en el resto de América, o en alguna parte del planeta, la descripción de un modelo de gobierno. Fue solo cuando el poder de los Estados Unidos, nacido de las victorias en las dos guerras mundiales, decidió convertirlo como misión de su país imponerlo en el mundo, que tomó esa relevancia.
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El voto, al ser universal, no requiere que la mayoría de quienes votan tengan capacidades para evaluarlos, y, como cualquier producto comercial, se decide solo sobre la capacidad de venta de una imagen
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Sin embargo, al operar en las nuevas condiciones del mundo el voto hoy se convirtió en cierta forma en el enemigo o el veneno de esa democracia; no permite elegir el mejor o los mejores gobernantes sino por el contrario garantiza que eso nunca sucederá. Los partidos no son sino empresas electorales a través de los cuales se venden los candidatos. El voto, al ser universal, no requiere que la mayoría de quienes votan tengan capacidades para evaluarlos, y, como sucede con cualquier producto comercial, se decide solo sobre la capacidad de venta de una imagen. La deseable y supuesta autonomía del votante es dependiente de la manipulación por parte de los medios masivos convencionales y las nuevas redes, no sabiendo cual es más fuente de desinformación si la de los intereses de los primeros o la naturaleza caótica de los segundos.
Pero lo realmente grave es que ningún requisito existe para que quienes aspiren a ser elegidos sean capaces, honestos, y comprometidos con propósitos de servicio público; por el contrario, no existe restricción para el acceso de los corruptos, o incapaces, o de quienes solo sirven un interés personal. Y por supuesto el resultado lógico es que son estos últimos quienes más interés, más dedicación, y eventualmente más capacidad tienen de ganar una votación.
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[1] tan extraño en su época para expresar una forma de gobierno que le tocó a un señor Alexis de Toqueville escribir un cuasi tratado para explicar de que se trataba.
[2] Los otros requisitos que hoy reconocemos en las constituciones (pesos y contrapesos, división de poderes, etc.-) son solo complementos o medidas sujetas a esa vía.